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Destino de la luz | Crítica
Destino de la luz. Antología (1962-1999). Luis Feria. Selección e introducción de Antonio Álvarez de la Rosa. EDA Libros. Málaga, 2024. 236 páginas. 19,90 euros
Aunque su poesía, acompañada de los cuentos, fue recopilada por Carlos Eduardo Pinto en un volumen publicado por Pre-Textos en 2000 y reeditado en 2015, con prólogo de José-Carlos Mainer, y celebrada en encuentros como el coordinado por Miguel Casado en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, recogido en las actas Oficio de creer, ley del furtivo (Artemisa, 2008), Luis Feria sigue siendo una presencia marginal o episódica en las habituales nóminas de la generación del medio siglo. Se ha vuelto casi un tópico referirse a su vocación de solitario y a una condición insular que habría ido más allá de la coordenada geográfica, pero él mismo reclamó la primera en uno de los textos que dejó inéditos, Teoría del poeta, donde empieza diciendo: “En el quehacer poético el poeta está siempre solo, siempre aislado. Ese es el precio tremendo que tiene que pagar por su obra: la soledad. Únicamente lo rodean sus vivencias más íntimas, y ese mundo particular, único, cerrado, en el que nada más que el autor tiene cabida”. La Teoría, donde se precisa que ese “largo camino en soledad” conduce al encuentro con los otros, lectores que se reconocen en su búsqueda, abre la antología que ha preparado Antonio Álvarez de la Rosa, amigo personal del poeta y estudioso de su poesía, quien ya publicó un ensayo, Luis Feria: aspectos de la ensoñación poética (1987) y otra antología, Mi casa es mi verdad (2004) en los que dejó constancia de su familiaridad con uno de los autores más singulares de su tiempo.
La antología recoge muestras de sus quince libros, desde ‘Conciencia’ (1962) a ‘Bestiario’ (1999)
Publicado por la editorial malagueña EDA, Destino de la luz recoge muestras de los quince libros dados a conocer por Feria desde su primera entrega, Conciencia (1962, premio Adonais) hasta la póstuma Bestiario (1999), separados por un prolongado hiato de más de quince años –los que median entre Fábulas de octubre (1965, premio Boscán) o El funeral, también de 1965, y la reaparición con Calendas (1981)– en los que el poeta guardó silencio. La mayor parte de su obra conocida, sin contar la inédita, que según Álvarez de la Rosa es muy numerosa y se refiere sobre todo a su prehistoria editorial, fue publicada en los ochenta y noventa, décadas que convirtieron al poeta ya maduro en reconocido autor de culto. Echando mano de sus recuerdos personales, el antólogo caracteriza a Feria como un hombre generoso, independiente y mordaz e incluso cáustico, lector apasionado y corrector incansable de su obra, que empezó a publicar tardíamente, mediada la treintena. Su renuencia a la exposición pública, que llegaba al extremo de negarse a presentar sus libros o a participar en lecturas de poemas, pudo restarle proyección en vida, pero las citas aquí insertadas entre libro y libro, junto a facsímiles y otros documentos, dan fe del aprecio de poetas y críticos como los mencionados Mainer y Casado, Jorge Rodríguez Padrón, Luis Antonio de Villena, José Ángel Cilleruelo, José Hierro o el propio Álvarez de la Rosa.
La poesía de Luis Feria tiene su centro en el tiempo inaugural de la niñez, la edad de la inocencia
En sus dos hermosos libros de poemas en prosa, Dinde (1983) y Más que el mar (1986), en las bienhumoradas Salutaciones (1985), en las expansiones eróticas de Del amor (1988) o Seis querellas de amor (1991), en las sentencias y epigramas de Cuchillo casi flor (1989), en los cantos a la cotidianidad de Casa común (1991), en el minimalismo postrero de Arras (1996) o en el divertido e ingenioso Bestiario hay un gran poeta de voz precisa y despojada, capaz de dar, en palabras de Mainer, “vida a las cosas”. Leemos en La infancia: “Vivir sin nombre aún, sin servidumbre; no queríamos sombras: desterraban la vida. Presente y nada más, mediodía del ser”. La poesía de Luis Feria tiene su centro en el tiempo inaugural de la niñez, la edad de la inocencia –“la inocencia es posible”, dice en Arras– que se erige en reino de la imaginación y el prodigio, reflejado en una memoria más o menos inconsciente de la que se alimentan los adultos en su vida ya no mágica. La “dimensión proustiana” de su obra, destacada por Álvarez de la Rosa, se orienta en particular al rescate de ese tiempo que pervive en forma de recuerdos o sensaciones y en cierto sentido se rehabita, al ser convocado en versos –“ya tu patria es el tiempo”– que más que remontarse a lo pretérito extienden su fulgor hasta el ahora. “Niño de ayer, tus pasos se han perdido”, pero en realidad no se han perdido. “El que yo era ya no va conmigo”, pero sí va, pues lo vemos. La veta meditativa y el fondo luminoso, entre nostálgico y celebratorio, ya aparecen en el primer poema reproducido, de donde está tomado el título de la antología: “A la lenta caída de la tarde / amar la vida largamente es todo / el oficio del hombre que respira. / Alzar la mano y detener el cielo. / Destino de la luz, nunca te acabes”. Algo o mucho queda aquí de ese cielo detenido, de esa luz del pasado que, como en la inmensidad del espacio exterior, no deja de proyectarse aunque la fuente de la que manó ya sólo exista en su rastro.
Es bien sabido que el canon de la poesía española de los cincuenta, representada por los autores de la generación del medio siglo, sigue estando demasiado ceñido, incluso décadas después de las operaciones promocionales que les dieron prestigio e influencia, a los poetas de la escuela de Barcelona y sus amigos. No se trata, entendemos, de rebajar su contribución, aunque haya entre ellos algunos nombres sobreestimados, sino de abrir el panorama para ver que al margen de las voces más difundidas hay otras que por ejemplo, en el caso de Canarias, sumarían a la de Luis Feria la de su paisano Manuel Padorno, homenajeado por el primero en uno de los poemas, rebosante de humor y complicidad, que aparecen aquí en la sección de los no recogidos en libro, o las de coetáneos menos conocidos en la península como Arturo Maccanti, Fernando Garcíarramos, Pilar Lojendio, Pino Betancor o Felipe Baeza. En la misma Andalucía, no menos periférica en cuestiones de geografía cultural, hemos perdido hace poco a dos excelentes poetas de la misma generación, Julia Uceda y Manuel Mantero, y hace algo más a Rafael Guillén y Aquilino Duque, que como María Victoria Atencia, Julio Mariscal, Vicente Núñez o Rafael Pérez Estrada, tan devoto también de los bestiarios, merecerían figurar en la primera línea. Sólo desde la ignorancia se puede despachar a estos autores y otros como voces menores o excéntricas.
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