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Con motivo del último trabajo de Juan Eslava Galán, esta vez sobre Roma, ha habido comentarios harto negativos por parte de sesudos especialistas respecto a la frivolidad e intrascendencia que tal tipo de libros producen en el lector, o peor aún si es alumno matriculado oficialmente en el arte de Clío. Diríamos, pues, que solo desde las aulas puede salir la información apropiada que en este caso conduzca al conocimiento del pasado.
En verdad, ningún tratado de divulgación histórica pretende sustituir a los eruditos folios dedicados al tema, pero sí llegar con lenguaje accesible, anécdotas entreveradas con verdades palmarias y sobre todo buena literatura que sea capaz de entretener al ciudadano común a la vez que cuenta el meollo de los hechos. Todo sin tener que romperse el lector los ojos en crípticas y farragosas notas en letra menuda a pie de página, o peor, yendo y viniendo escrupulosamente al final del libro para leerlas, y en un lenguaje no ya para iniciados, sino pocas veces bien escrito, no exento de redundancias, anacolutos, barbarismos y pedanterías, donde la primera intención del autor parece ser demostrar que sabe más que otro texto aparecido al respecto hace poco y ha tenido la osadía de desmentir o propalar una tesis a todas luces herética sobre tal o cual cuestión.
Pero ¿por qué alguien que conoce un tema cree automáticamente que sabe escribir, y bien, sobre ese tema? Cualquier disciplina científica, la historia, en este caso, requiere muchas horas cotejando nombres, fechas, datos, teorías, conclusiones, polémicas y mil zarandajas, aunque en absoluto supone saber expresarlo, y menos por escrito, de manera inteligible y no digamos atractiva. Hasta el más lerdo intuye que expresar ordenadamente algo que se tiene en la cabeza supone ya un esfuerzo no pocas veces ingrato y a menudo frustrante. Plasmarlo luego gráficamente, en sílabas contadas y buen estilo supone un esfuerzo mucho mayor, tras larga y tediosa práctica, porque solo se aprende a escribir como decía Alejo Carpentier, leyendo mucho, escribiendo mucho y rompiendo mucho. Es decir, cultura de base, sí, pero grafía a fondo y sentido crítico desde el punto de vista del estilo. Estas dos últimas cualidades son las que suelen faltar a nuestros estudiosos, que se ven ya sobrados con poseer la primera de ellas.
Y claro, tras estos respetables trabajos que le han llevado al historiador de oficio su buen tiempo de fatigar anaqueles físicos y electrónicos, se le aparece un escritor, en este caso también doctor en historia, por cierto, aparte de catedrático de bachillerato por oposición. Lo más lacerante del caso es que el susodicho divulgador no se ha quemado menos las pestañas leyendo e investigando, pero sabe escribir y hechizar al lector con su verbo, vende unos cuantos miles de libros más que los pocos cientos que el sesudo investigador consigue colocar, la mitad en bibliotecas públicas, otros cuantos regalados a amigos, y al depósito de la empresa editorial el resto; todo, frecuentemente, con subvención de organismos públicos o privados. Súmese la coda de entrevistas y firmas de ejemplares que el escritor obtiene tras su hipotético bodrio. Además le conocen por la calle, le llaman para programas televisivos, etc. En suma, un imperdonable despropósito. Y como bajo continuo en ese triste concierto, la envidia, la maldita y nunca admitida envidia, porque para baldón final, el escritor reconoce lógicamente al historiador de oficio como su verdadera fuente informativa, su imprescindible madre nutricia sin la que él no sería sencillamente nada en ese campo.
La verdad es que de haber seguido las normas académicas, el inquieto Schliemann jamás habría dado con Troya y el tesoro de Príamo, cosas todas consideradas fantasiosas por la historiografía oficial de su tiempo, y seguro que ninguno de los indignados especialistas históricos habrá leído nunca a Homero para profundizar en una historieta tan bonita como de asombrosa veracidad, ni a Stefan Zweig en sus ensayos de divulgación sobre la historia de Europa, ni Yo Claudio, de Robert Graves, ni la trilogía La Guerra Carlista de Valle Inclán o la serie de Pío Baroja sobre Aviraneta, ni las Memorias de Adriano de Yourcenar, ni Salambó, de Flaubert. De Isaac Asimov, ni hablamos, y, bueno, no digamos ya el buen puñado de tragedias históricas de Shakespeare, pasablemente escritas, vale, pero llenas de intolerables incorrecciones y fantasiosos desvaríos. Habrase visto...
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