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La tragedia de Valencia, en el Far East español, nos ha inculcado la idea sombría de que probablemente vivimos insertos en un estado fallido y no en el país moderno y bien gestionado en el que creíamos vivir como la cuarta economía de la UE. Hay quienes con razón hacen distingos sensatos pero incompletos entre estado fallido y políticos fallones. El drama valenciano ha mostrado las fallas –ay, el símil– de las taifas autonómicas cuando la más cruda fatalidad pone a prueba la descentralización de la supuesta casa madre (ayer la pandemia, hoy el consabido tsunami de cañas y barro, mañana otro sísmico Big One de la vega de Granada a Murcia). Volvemos a repensarnos sobre si somos una nación, si vino antes el imperio que el estado, si somos un país recio o un injerto de sensibilidades. Eso sí, investida bajo el barro, la república monárquica de Felipe VI y consorte sí está en alza.
No importa si son los Pedros o los Mazones. No importa si el uno es el avieso tacticista y el otro el inepto total. La arquitectura de las taifas cae a plomo en cuanto la más vasta fatalidad la sacude. En el país del 78 caen goteras. Es ahora cuando descubrimos lo que el monstruo autonómico tiene de engendro y de reparto de sinecuras y mamelas entre tanto necio e incapaz, cuyo único meritaje ha sido adular y medrar en el seno del segundo monstruo: la partitocracia.
Un militar jubilado –¿no suena a Ejército de Salvación?– se ha puesto por su capacidad al frente de la reconstrucción en Valencia (tercera economía española, no se olvide). Lo que tienta a pedir, ya puestos, la vuelta de los gobernadores civiles, más una buena plétora de tecnócratas, lo que nos recordaría, como solía suceder en Italia, lo bien que van las cosas cuando no hay gobierno por falta de acuerdo en la corrala del parlamento y la gestión de la res pública la llevan a cabo personas eficientes, desideologizadas y sabedoras de que su tiempo en la política es higiénicamente pasajero. ¿No resulta tentador? De seguir con la España fallida y fallona de los protocolos y los cálculos políticos, para eso mejor volver a las Autonosuyas de Vizcaíno Casas, tan divertidamente llevadas al cine por Rafael Gil a través de Isolino, Cojoncio y Austrigildo.
Pensar al desnudo si somos un estado fallido por el tronco o por las ramas y las hojas, no debería avergonzarnos. Miremos si no a la Europa de los elegidos. En Francia (el hexágono, el gran estado), se habla a veces de estado fallido en sus costuras. De ahí la bronca de los chalecos amarillos, la indómita inmigración de las banlieu, la Marsella segregada, hasta la nostálgica visión de la monarquía y el recuerdo de la matanza de católicos en La Vendée (1793-1798), de la que dio polémica cuenta la película Vencer o morir. Alemania –adiós, canciller Scholz– asoma también la idea de que el estado territorial falla o sigue demediado desde la caída del muro de Berlín (justo ahora se cumple su 35 aniversario). La unificación alemana ha unido poco. Se habla sin tapujos de la Alemania inconexa, donde no se ha superado la frontera mental del Este y del Oeste, y donde incluso aristócratas y nostálgicos nazis urden golpes de estado que o dan risa por lo que de ópera bufa tienen o dan pavor viniendo de donde viene todo desde aquellos lares del viejo Hansa Teutónico.
Del Reino Unido, sus grietas van más allá del encaje escocés, la ciclotimia de los Windsor, el remedo de la frontera con Irlanda del Norte y la embolia por las funestas consecuencias del Brexit. La periodista Ana Carbajosa explicaba en Una isla a la deriva la bisectriz social que atraviesa Inglaterra entre las élites ensimismadas dentro del ombligo de Londres y el resto del país que lo aborrece con odio. Antes de la pandemia, se hablaba de Italia como estado fallido al borde del colapso y de su salida del euro. Insana politiquería, marasmo económico, populismo a diestra y siniestra. La Italia clásica y dual (norte vs. sur) cobró la forma de un solo emplasto irresoluble, del Piamonte a Apulia.
En la almendra de Europa –lo recordaba Anton Jäger– hizo fama lo que The Economist dijo sobre Bélgica: “El estado fallido más exitoso del mundo”. O sea, envidiable prosperidad y dislocación interior ideada por un sádico. No diga Bélgica. Diga mejor implante federal y matrimonio forzoso de flamencos ricos, valones pobres y bruselenses extraterrestres, con seis gobiernos oficiales, tres idiomas, disfuncionalidad jurídica, supremacismo flamenco, monarquía en el aire, centro accidental de Europa (OTAN y UE) y reducto de islamistas radicales. ¿Alguien da más? ¿España quizá?
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