La tribuna
La búsqueda de una sociedad sin sobresaltos
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Cuando era tan pequeño que no se me ocurría pensar que los edificios a mi alrededor no hubieran existido desde siempre –y que seguirían existiendo por toda la eternidad, al igual que pensaba de los adultos en mi vida–, mi padre me llevaba a rebuscar entre los contenedores de obra del Barrio de Santa Cruz. Mientras otros niños jugaban al fútbol, yo me agachaba entre cascotes y ladrillos rotos, ayudando a localizar azulejos antiguos que, por pura desidia o ignorancia, los albañiles tiraban como si fueran basura. Él, filólogo de lenguas semíticas en el Archivo de Indias, se paseaba con naturalidad entre las reformas como quien examina un yacimiento arqueológico. Los albañiles, entre cigarro y andamio, nos miraban con desconcierto: aquel erudito con gafas de montura gruesa y su hijo revolviendo escombros como si hubiéramos perdido un tesoro que solo nosotros sabíamos que existía.
Pienso en él –y en aquellos azulejos supervivientes– cada vez que veo lo fácil que es para una civilización olvidar lo que tiene entre manos. No es nuevo. Los romanos molían ánforas griegas para hacer cal en las calzadas. En el siglo XIX, se dinamitaban tumbas visigodas para reutilizar la piedra. En la India británica, las losas del Taj Mahal fueron arrancadas por los soldados para venderlas como souvenirs. Dios sabrá cuánto se perdió en China durante la Revolución Cultural. Siempre igual: lo antiguo estorba, ocupa espacio, no produce.
Hoy paseo por el Barrio de Santa Cruz y veo paredes e interiores nuevamente decorados con azulejos que simulan tradición pero no engañan a nadie. Sé que son de China. No por intuición romántica o capricho patriota. Lo sé porque he estado allí: en Foshan, en Jingdezhen, en fábricas que producen cientos de miles de piezas al día con una eficiencia que haría sonrojar a Ford. Nada contra China, ojo: han hecho su trabajo, han entendido el mercado. Pero me revuelve el alma que los sevillanos –habitantes de una de las cunas más refinadas de la cerámica mundial– hayan decidido abdicar, alegremente, de su propio legado para venderles a los turistas la ilusión de una tradición que ya no practican.
No hablo del jubilado del Polígono Sur que quiere poner un zócalo bonito en su cocina y no puede pagar diez euros por pieza. Lo comprendo. La pobreza no es culpable, es víctima. Hablo de los locales –cuyos nombres no citaré, pero cuyas fachadas están por todo el centro– que venden tapas de manchego a cuatro euros y cañas a dos cincuenta, mientras hacen caja con coreanos, alemanes y madrileños atolondrados, seducidos por el espejismo de la “autenticidad”. ¿De verdad no pueden –no deben– encargar sus azulejos a Triana, a los pocos talleres que aún sobreviven, casi por milagro?
Los azulejos chinos, además, no solo pecan de origen: pecan de fealdad. Son chillones, sin matices, impresos como postales de feria. No tienen la textura del estaño cocido, ni el craquelado fino del vidriado antiguo. Carecen de la profundidad que otorgan siglos de evolución técnica: el azul cobalto traído de Persia, el manganeso oscuro heredado del Al-Ándalus, los verdes del cobre usados por los alfares almohades. No encajan con los ritmos geométricos que nuestros antepasados moriscos labraron como si cada pared fuese un tratado sobre el infinito. ¿Cómo puede ser que los reinos góticos que reconquistaron Sevilla cuidaran más los artes mudéjares que los hosteleros del siglo XXI?
Lo que me indigna no es la pieza en sí, sino lo que simboliza. La cultura no se hereda sólo en objetos: se hereda en saber hacer. Cada vez que elegimos la opción barata, rápida, impersonal, estamos quitándole el pan a un oficio. Y cuando un oficio muere, no hay vuelta atrás. Si todo lo reducimos al mínimo coste, si todo lo globalizamos sin criterio, acabaremos viviendo en un mundo plano como un aeropuerto: un paisaje de multiculturalidad paradójicamente homogénea, donde todo huele igual, suena igual y sabe igual, y la esencia de este páramo sensorial es Starbucks y McDonalds. Un mundo en el que Sevilla dejará de parecerse a Sevilla, para empezar a parecerse —con siniestro éxito— a cualquier calle peatonal de Frankfurt, Osaka o Toronto, pero disfrazada de Españalandia. Una distopía amable, de cartón piedra y mármol sintético, donde lo auténtico ya no se reconoce porque nadie lo recuerda. Y eso, sí que es perderlo todo.
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