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En mi quehacer diario como inspector de Educación, vengo observando un incremento de acontecimientos o incidencias, también en el sentido que se da a este término en epidemiología, es decir, como casos nuevos de una enfermedad en un determinado periodo de tiempo, respecto a la población expuesta a padecerla. Me refiero, a modo de ejemplos, a denuncias por acoso, cuestionamiento permanente de la labor de los docentes, agresiones verbales y físicas entre prepúberes y adolescentes, ideas suicidas o conductas autolíticas en menores, casos de desamparo y maltrato, conflictos matrimoniales o de pareja cuyos miembros ponen a sus hijos como reos de sus intereses, un lenguaje cotidiano violento. Todas ellas dan la impresión de un incremento de la conflictividad que podría ser reflejo de lo que ocurre fuera de los centros educativos pero que, como afectan de forma negativa al desarrollo de menores y por las consecuencias sociales presentes y futuras, la situación resulta preocupante.
Recientemente se ha estrenado una serie televisiva titulada Adolescencia que está teniendo un fuerte impacto como se puede comprobar en el reflejo de los medios de comunicación. Los cuatro capítulos del serial desarrollados cada uno en un meritorio plano secuencia, con lo que se logra hacer partícipe al espectador de los escenarios inquietantes configuradores de una trama que, lejos de ser distópica, tiene elementos comunes con algunos sucesos que visitamos en nuestra actualidad cotidiana. Vaya por delante que no defiendo que los truculentos hechos de la serie estén generalizados, ni mucho menos, de lo contrario la realidad sería insoportable. Pero considero que su éxito se debe a que los guionistas componen un caldo de cultivo social peligroso: el aislamiento y la soledad que lleva a una peligrosa distorsión de la realidad, fomentada por modelos de vida disparatados y medios como las redes sociales sin control; los mensajes de odio y rechazo; la falta de límites y equilibrios necesarios para una convivencia civilizada; la normalización de lo irracional; la negativa a ponerse en el lugar del otro sin aceptación de lo diferente, ni referentes de autoridad; la proliferación de la violencia verbal y física. Todo ello en adolescentes, con protagonismo de uno en particular, víctimas y, a la vez, verdugos, abocados a una caída en la que arrastrarán su futuro y el de otros.
Y de fondo, las instituciones representadas, la policía, el centro educativo, los expertos, y la familia, desubicadas respecto al lugar que han venido desempeñando. La policía deteniendo a quien, por ley natural, debería proteger, los profesores desquiciados e impotentes, la experta pasmada y superada, y la familia perdida, intentando comprender, cuando no hay remedio, a un hijo convertido en un pequeño monstruo capaz de lo peor. De forma, quizás extrema, se nos pone ante el larvamiento de un futuro posible, o ante una realidad que se está produciendo ya. En la medida que los hechos mostrados se produzcan esporádicamente consideraremos que representan la excepcionalidad del ser humano, pero si como parece afectan a un sector cada vez más amplio de menores y adolescentes, la situación debería preocuparnos a todos.
Pero independientemente de la extensión del mal narrado, de lo que no me cabe la menor duda es que las causas originales no están en los menores. Analizada la cuestión como fenómeno social y como síntoma, las causas son medulares: el desarrollo de modelos de vida incompatibles con el respeto a las diferencias, con pretensión de una homogeneización antinatura; la ley del más fuerte expresada incluso por aquellos que deben regir los designios de los países; referentes sociales que encarnan los instintos más bajos del ser humano; el fomento de la polarización, eso sí, con un polo fuerte y un polo débil; los derechos humanos supeditados a una economía entendida como ganancia sin freno, la ambición; el anuncio permanente de la posibilidad de una felicidad absoluta, deseable pero no posible; el cuestionamiento del débil; el engaño, la falsedad dirigida hacia el que no tiene la madurez para desenmascararla; la educación subyugada por medios que ejercen una influencia devastadora. Este es el turbador panorama real y no seriado que puede dar lugar a lo terrible del asunto. La solución está en los adultos, en quienes ejercen el poder en mayor medida, y en todos los demás en las posiciones y decisiones diarias que tomemos, porque las propias causas encarnan en su seno los posibles remedios.
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