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El autodenominado plan de regeneración democrática, así lo presentó el miércoles en el Congreso el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, nace con un pecado original que difícilmente podrá quitarse de encima y que lo va a condicionar, para mal, cualquiera que sea su alcance y su formulación final. Sánchez ha sentido el impulso de legislar contra la desinformación y los bulos y se ha dado cuenta de que existen “pseudomedios” que trafican con la mentira cuando se han publicado determinadas prácticas de su esposa que ahora están bajo la investigación de un juez de instrucción de Madrid. Mal comienzo. Es difícil imaginar una forma más inadecuada y menos democrática de legislar que como respuesta a un asunto personal de quien promueve la iniciativa. Sentado este principio, la intervención de Sánchez estuvo llena de generalidades. La concreción de las medidas queda pendiente, como es habitual en esta legislatura, de los acuerdos que pueda cerrar con sus cada vez más díscolos socios parlamentarios. Si todo se queda en la aplicación del reglamento de la Unión Europea aprobado en abril que establece mecanismos para asegurar la transparencia de los medios en cuanto a su titularidad y a las ayudas públicas que reciben, no se va a ir mucho más allá de lo que es normal en un sistema de libertades. Si se intenta arbitrar medidas que de algún modo comprometan la libre circulación de información y opinión habrá que poner pie en pared y recordar al presidente el viejo principio de que en una democracia la mejor ley de prensa es la que no existe. El Código Penal y otras leyes vigentes deben bastar para asegurar el pleno funcionamiento de la libertad de expresión y castigar los delitos que en este ámbito se pudieran cometer. No debe de caer en saco roto, sin embargo, la promesa del presidente de actualizar la normativa sobre publicidad institucional y valorar su intención de librar 100 millones de euros para ayudar a la digitalización de los medios, un anuncio, por cierto, que ya hizo hace un año.
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