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Cada vez los preparativos de la Semana Santa se parecen más a los de una batalla que a los de una fiesta. Y cada vez más esta fiesta parece tomar las sagradas imágenes, y con ellas al Dios que representan, como un pretexto para lucimientos más estruendosamente vulgares o farisaicamente serios. Es cierto que las iglesias se abren para que entren quienes nunca las frecuentan a ver los pasos montados en ellas y las sagradas imágenes se sacan a las abarrotadas calles de la forma más hermosa posible en un acto que es a la vez manifestación pública de la fe de quienes creen e invitación a quienes dudan o no creen a rendirse, a través de la emoción y la belleza, al poder de las imágenes.
Al fin las sagradas imágenes representan al buen pastor que dijo “tengo otras ovejas que no son de este redil, a ésas también es necesario que las traiga”. Y también: “Suponed que un hombre tiene cien ovejas: si una se le pierde, ¿no deja las noventa y nueve en los montes y va en busca de la perdida? Y si la encuentra, en verdad os digo que se alegra más por ella que por las noventa y nueve que no se habían extraviado”. Lo que, traducido al sevillano, significa –literalmente– que si al echarse a la calle una sagrada imagen que verdaderamente lo sea (es decir, que tenga la unción que hace visible lo que representa) llevada con el respeto que las cosas de Dios exigen (disponiendo todo el aparato formal –cortejo, forma de llevar el paso, músicas– para que conmueva más lo que sobre el paso se muestra) se logra que una sola persona, al verla, sienta dentro sí el temblor de lo sagrado, todo habrá valido la pena. Ese único encuentro entre la imagen y quien, conmovido al verla, se sienta por ella llamado, justificará la salida de la cofradía y toda nuestra Semana Santa. Este era el sentido de la Semana Santa puesta en escena en las calles a la vez como manifestación pública de fe y como llamada a los extraviados.
Quizás los preparativos parecen la noche que antecede a una batalla porque la fiesta se ha vaciado en gran medida de lo que le da sentido y, al hacerlo, ordena de forma espontánea y con naturalidad los comportamientos, a la vez que se ha desbordado en el número los cortejos y de quienes los ven por el crecimiento de la ciudad. Quien no sabe a lo que va tampoco sabe comportarse. Y quien lo quiere convertir en otra cosa se comporta como corresponde a lo que pretende.
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