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Ildefonso Ruiz
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Vericuetos
La utilidad de una oreja es amplia: Escuchar; sostener la patilla de unas gafas; sujetar un mechón de pelo; lucir aretes y demás herrajes; recibir besos apasionados y algún que otro mordisco; contar años; provocar una guerra como la de Jenkins; eliminar a un boxeador; hacer famoso a un pintor fracasado e, incluso, convertir a un político en la víctima perfecta de la misma ira que generan sus palabras... Como apéndice no tiene precio y su doble presencia en nuestras cabezas ya fue ensalzada por Epícteto como símbolo de prudencia. Pero nadie podía imaginar que una simple oreja tuviera el poder de convertirse en un arma, sobre todo en un país donde hay más armas que orejas.
Delante de miles de devotos feligreses el mesías mundial del Yoprimerismo obró hace unos días el milagro que le faltaba para completar su beatificación, regando con sangre auricular el altar desde el que predicaba su mensaje de lucha nazionalista contra el enemigo, que siempre es el diferente. Allí, frente a todo el mundo, una bala, de esas que ya se pueden adquirir cómodamente en máquinas expendedoras, en un alarde de evolución natural de la locura... Como digo, una bala rozó la oreja derecha del elegido, quien milagrosamente la esquivó gracias a la voluntad divina para, acto seguido, sobreponerse y arengar a los testigos de aquella señal, bendiciéndoles con el puño cerrado en alto y el rostro lleno del fuego que desprende el infierno de la maldad humana, todo ello contando como telón de fondo con la sacrosanta bandera de barras y estrellas que todo lo transforma en épico.
El párrafo anterior bien podría ser el guión de una de esas películas que llamamos americanadas, pero la escena es tan real como siniestra y peligrosa. Más allá de quien ejecuta un crimen de odio siempre existe una inducción para que se lleve a cabo. La moraleja es clara: si ya en nuestras vidas debemos medir bien nuestras palabras para no dañar o agredir a nadie, más si cabe deberían hacerlo quienes son nuestros representantes públicos. Porque no solo se ponen en peligro ellos mismos ante cualquier desequilibrado con ganas de pasar a la historia, sino que pueden provocar un conflicto social de dimensiones impredecibles.
A veces pienso que Van Gogh se cortó la oreja para atenuar el sonido del disparo que acabaría con su vida meses más tarde. O quizá lo hizo para dejar de oír esas voces que a menudo nos atormentan a todos cuando se hace el silencio a nuestro alrededor; sobre todo de noche... A veces pienso que una oreja es solo cartílago, pero quién sabe... Puede que esta vez una simple oreja sea el origen de nuestra propia autodestrucción. Lo sabremos a final de año, cuando un burro o un elefante gobierne nuestras vidas abanicándonos con sus grandes orejas mientras rebuzna o barrita orgulloso y sin control. Sea como fuere me iré buscando unos buenos tapones de cera para soportar el estruendo...
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