Las dos orillas
José Joaquín León
Plataforma para las sillas
La ciudad y los días
Si una imagen vale más que mil palabras, imagínense lo poco que pueden hacer las 380 palabras de este artículo frente a una fotografía en la que está representado lo esencial de ese conjunto de cosas a las que llamamos Semana Santa, lo que le da sentido, lo que la sustenta, lo que la redime sus errores y hace su grandeza espiritual y humana.
Un hombre sentado frente al Señor del Gran Poder en ese diálogo de miradas entre el Señor y el devoto, y entre el devoto y el Señor. Nada más. Algo que se ve todos los días, a todas horas. Este devoto tiene muchos años y acaba de salir del hospital tras una intervención que afortunadamente ha solucionado lo que tenía que solucionar. Si un ingreso hospitalario nunca es grato, para una persona de edad avanzada es una prueba aún más dura. Y el alta, el regreso a casa, a su ambiente cotidiano, protector y acogedor, es una bendición. Los suyos ayudándole a vestirse, la despedida de quienes le han atendido –porque es persona cumplida hasta la exageración–, el coche esperándole en la puerta del hospital… Y a casa.
El problema es que casa, en su sentido de hogar, de ámbito en el que se siente una acogedora seguridad, de intimidad compartida con quienes más se quiere, tiene para este hombre dos sentidos. Y el más importante no es el de su domicilio, sino la Basílica del Señor. Como tiene carácter, debió decir algo así: “A casa, sí, pero primero a ver al Señor”. Y allá que tuvieron que llevarlo, directamente del hospital de los cuerpos al hospital de las almas, directamente de las manos de quienes curan los corazones dañados a las manos de Quien acoge los corazones quebrantados. Cualquiera le decía que no, que le convenía descansar, que ya habría tiempo. Ya he dicho que tiene carácter. Y al Señor fue a presentarse, a darle gracias por su curación, a ponerse en sus manos, a reconocerse en Él pues sin Él no puede entender su vida entera.
Esta es la historia que hay tras esta fotografía. Este hombre anciano, menudo, convaleciente, sentado ante el Señor, era el salmo 18 con forma humana: “Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza, mi roca, mi alcázar, mi libertador. Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte”. Cuantos más, cada día, no habrán recitado y recitarán sin palabras, con su mirada, con su estar ante Él, con su pensar en Él, este salmo. Don de Dios a Sevilla es el Señor del Gran Poder.
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