
Las dos orillas
José Joaquín León
Manipulación del Papa Francisco
¡Oh, Fabio!
Fue Mario Vargas Llosa un hombre que, sin renunciar a su contumaz peruanidad, se sintió ciudadano del mundo, como obligaba su condición de liberal en el más estricto sentido de la palabra. Fueron muchas las ciudades a las que amó más allá de su obsesiva Lima: París, Barcelona, Londres, Madrid... También Sevilla, una urbe en la que nunca vivió, pero que visitó en numerosas ocasiones y en la que, incluso, tenía un embajador permanente (nos referimos, obviamente, a Fernando Iwasaki). En Sevilla fue donde, a principios de los noventa, la Universidad Menéndez Pelayo le dedicó uno de sus cursos de otoño, una semana intensa de conferencias y debates sobre la figura del escritor, ya entonces un indiscutible de la literatura en español de todos los tiempos. Vargas Llosa acudía todos los días a última hora a la antigua Cilla del Cabildo Catedral –donde se celebraba el encuentro– para participar de los debates ante un público sevillano radicalmente vargasllosiano, jóvenes que habían aprendido a amar la literatura –y la vida– leyendo libros como La ciudad y los perros, Conversación en La Catedral, La tía Julia y el escribidor o Historia de Mayta (uno de sus grandes libros injustamente olvidado, aunque también reivindicado por ese otro gigante de las letras americanas que fue Roberto Bolaño). De aquellos días nos queda nítida su imagen en el Café Sevilla, acompañado por Javier Tusell y Juancho Armas Marcelo. Su risa franca que mostraba unos dientes de conejo, su acento limeño, su tupé cincuentero, su coquetería inevitable, sus mocasines de pituco... El auténtico caballerito de Miraflores, ese barrio tan fácilmente comparable con los sevillanos Remedios.
Pero cuando Vargas Llosa desveló el secretísimo hilo que le unía con Sevilla fue en el pregón taurino del año 2000 (quizás el mejor de los que se han dado en el Lope de Vega). Allí contó un viejo ritual familiar de su infancia, cuando vivía con la “tribu bíblica” de los Llosa en la ciudad boliviana de Cochabamba y asistía a los eruditos debates en los que su clan se declaraba fervoroso partidario de Belmonte frente a Joselito. El momento definitivo y totémico era cuando su tío Juan sacaba de un baúl sagrado un capote de grana y oro que, se aseguraba, había pertenecido al Pasmo de Triana. Pocas estampas como estas resumen la huella de España en América y, más concretamente, el rastro de una Sevilla que, después de perder su capitalidad de Indias, seguía y sigue, gracias a sus toreros, presente en el universo mental de muchos americanos.
También te puede interesar
Las dos orillas
José Joaquín León
Manipulación del Papa Francisco
En tránsito
Eduardo Jordá
Francisco
Cuchillo sin filo
Francisco Correal
Los sótanos del Vaticano
La colmena
Magdalena Trillo
El rearme de España