
La ciudad y los días
Carlos Colón
Los hermanos Singer
Fragmentos
Una de las noticias de estos días es la de los decretos del presidente Trump con nuevos impuestos a la importación de productos y bienes extranjeros a Estados Unidos. No voy a entrar en análisis económicos, pero estoy seguro de que han causado incertidumbre y estupor en medio mundo. Parece que forman parte de una búsqueda de soluciones o al menos de gestos, para dar contenido a lo que en la campaña electoral resumían con la frase: Estados Unidos es lo primero, y ahora completan, porque el resto del mundo nos ha hecho daño y ya no nos lo van a hacer. No es fácil de entender de qué manera las medidas adoptadas van a perjudicar a muchos, todos los países del mundo o casi, y van a beneficiar a los norteamericanos que han votado a Donald Trump. Pero comprendo que se necesitan trazos gruesos, muy gruesos, para explicar, por ejemplo, a miles de norteamericanos que dependían de la industria del automóvil y ahora viven en una gran depresión sostenida, qué ha ocurrido, qué futuro tienen y cómo lo va a resolver el presidente, según les prometió.
Hace años que sigo con interés y algo de asombro el deterioro arquitectónico y urbanístico de la ciudad norteamericana de Detroit, que desde las primeras décadas del siglo XX fue el símbolo del desarrollo económico norteamericano, como potencia mundial de la industria del motor y una de las principales ciudades de Estados Unidos. Como en el caso de Chicago, un gran incendio a finales del siglo XIX propició un nuevo urbanismo y una brillante arquitectura, que los norteamericanos recogieron en sus registros de lugares históricos y que hoy están en ruinas o desaparecidos por causa del abandono y los incendios, que se sucedieron a partir de 2013, cuando la ciudad fue declarada en bancarrota. Ese mismo año, los fotógrafos franceses Yves Marchand y Romain Meffre publicaron el libro Ruins of Detroit en el que mostraban la decadencia de la metrópolis. Interiores de teatros, estaciones de tren, iglesias, clubes sociales, oficinas bancarias, bibliotecas, aparecían abandonados y en ruinas.
Esta historia la cuenta Clint Eastwood en su película Gran Torino de 2008, donde utiliza como metáfora de otro tiempo, de otra forma de vivir y trabajar, que ya no volverá, a su automóvil Ford modelo Gran Torino de 1972, que el protagonista de la historia Walt Kowalski, interpretado por el mismo Eastwood, define como su posesión más preciada. Es uno de los últimos residentes de Highland Park, en el área metropolitana de Detroit, antiguo hogar de cientos de obreros mecánicos, oriundos centroeuropeos, que se han ido marchando del barrio y sus casas ocupadas por nuevos emigrantes coreanos, tanto buenas familias como pequeños grupos mafiosos. Por cierto, no puede ser casual que el protagonista tenga el mismo apellido, Kowalski que el Stanley de Un tranvía llamado deseo de Tenesse Williams, que interpretó Marlon Brando, como símbolo de una nueva y fuerte América, que crecía sin contemplaciones a las añoranzas del viejo sur.
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