Santa Teresa y Sevilla
Trastorno educativo
Se podría definir el trastorno educativo como aquella perturbación de las funciones psíquicas que tienen lugar en cualquier contexto escolar. Esta es justamente la dolencia que se está dando en el ámbito educativo, tanto en alumnos como en profesores. Ninguno de los agentes que intervienen en el proceso de enseñanza-aprendizaje es ajena a esta enfermedad que va emergiendo silenciosa y anónima. Si uno se sale de los tópicos existentes en torno a la educación y mira realmente al sentido etimológico y, por tanto, real y concreto de la palabra, advertirá rápidamente que la realidad nada tiene que ver con ello.
La escuela se ha convertido en un lugar empapado del ambiente empresarial, económico y mercantil. No importan las personas, sino los datos, aunque nadie se atreva a reconocerlo. Los procesos personales han quedado olvidados y se ha colocado en el centro todo tipo de índices que camuflan una realidad compleja y dolorosa: lo único que existe es algún tipo de formación, lo verdaderamente educativo apenas emerge en algunas etapas.
El fracaso se viene disfrazando con las distintas leyes para asegurar la promoción del alumnado a pesar de la formación fallida que no sólo no ha sido bien asimilada por parte de ellos, sino que tampoco ha terminado de ser bien impartida. Los criterios hablan de una educación para las competencias y, en consecuencia, de una educación para la competitividad. La solidaridad queda en una especie de nube, donde además se conservan otros tantos valores necesarios, que suena bien cuando se la nombra pero que no tiene espacio real en el proceso pues la competitividad y la solidaridad jamás han sido buenas amigas.
Nadie quiere mirar de frente el fracaso de la educación porque reconocerla conlleva reconocer el nuestro propio. Los números se han convertido en el dato importante para la escolarización, la ratio, las líneas, la oferta, las reformas, el marketing… Todo ello para asegurar la supervivencia del sistema que se concreta en cada centro, en los profesionales que dependen de su trabajo para asegurar su vida y la de sus familias y en los que el miedo y la burocracia terminan por consumir la ilusión y la pasión que necesita la verdadera educación.
Los docentes nos hemos convertido en gestores. Rellenamos infinidad de documentación inerte que no sirve más que para restar tiempo a lo verdaderamente importante: los educandos. Más papeles que parecen ser baluarte de una supuesta calidad que nada tiene que ver con lo concreto, con el día a día del centro escolar donde la cordura sólo irrumpe en las relaciones personales concretas entre los implicados.
La solución no la he encontrado aún, pero deseo pensar que la mera reflexión puede formar parte de ella. A pesar del sistema, que ha logrado adulterar la educación, podemos seguir encontrando personas que son estímulo y ejemplo. Su praxis sencillamente educa. Tal vez ahí, en lo sencillo y discreto, pueda obrarse, por ósmosis, el milagro.
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