
Las dos orillas
José Joaquín León
Manipulación del Papa Francisco
Cuarto de muestras
Empieza la Semana Santa con sus pasiones y contradicciones; con sus amenazas de lluvia y sus sagrados rayos de oro; con sus penitentes y sus turistas; con sus ensimismamientos y sus explosiones sensitivas; con su recreación de la muerte para festejar una resurrección olvidada; con sus composturas, imposturas y vanidades; con su mensaje y su vacuidad; con su ordinariez y su excelsitud; con su barroquismo y su desnudez; con su credo y su fetichismo idólatra; con sus devotos y sus infieles; con su exhibido fervor y su indisimulado paganismo; con su cara y con su cruz. Con su silencio exaltado y sus bandas incontenibles que hacen mecer los pasos y perder los nervios. Con toda esas consonancias e incoherencias; con sus verdaderos misterios expuestos en sagrarios en los que la fe suple la incapacidad de los sentidos. Y los carrillos de chuches y la efervescencia ruidosa de los palcos y el borracho que blasfema y la pareja que se besa y la cera que arde y el capataz que grita reclamando su atención y la fealdad de todo lo nuevo queriendo imitar a lo viejo y el tiempo que pasa de un año en otro. Y nosotros que ya no podemos imitar lo que fuimos.
Parece a veces la Semana Santa como un tiempo pasado en el que las flores están muertas y la fe perdida y el olor del azahar torcido y todo pretende ser como lo que ya no es. Y unos están por los que murieron y otros por perpetuar en sus hijos lo que sus ojos de niño vieron y otros por amor a sí mismos y otros porque se han refugiado en ese mundo chico que no cuestiona sus frustraciones y, sí, algunos se subirían al paso si pudieran porque esa fe que exhiben no es una cuestión de devoción sino de posesión. Cuánto complejo de superioridad en el humilde sacrificio. Cuántos imperdonables silencios ante una imagen que no es capaz de amonestar ni de hurgar en heridas menos aún de exigir. Sean por siempre benditas y adoradas las imágenes de culto que ya no son el prójimo al que no sabemos querer sino el cristo que sabe callar.
Por todo esto, cuando llega la Semana Santa mi alma quiere salir al encuentro de lo que ya conoce. Quiere emocionarse, quiere descubrir y descubrirse. Quiere obviar lo que le duele y no comprende, quiere respetar y le cuesta. Pero si me quedo en casa, refugiada en ese otro altar de comodidad, silencios y lecturas, un rezo callado sale de dentro. Brota de un tiempo en que la casa olía a torrijas y arroz con leche, un tiempo en que las túnicas estaban colgadas por todas partes y la casa de todos era una misma casa. Hoy sólo la fe suple la incapacidad de los sentidos.
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