Terror eléctrico

¡Oh, Fabio!

Poco a poco vamos catando todos los terrores apocalípticos: el financiero, el biológico, el bélico y, ahora, el eléctrico -¿cuál queda, el gran terremoto?-. Este lunes los españoles hemos sido conscientes de hasta qué punto somos frágiles por nuestra absoluta dependencia a la electricidad y las telecomunicaciones. Bienes que hace apenas dos décadas eran de consumo general, como la radio a pilas o una linterna, se convirtieron de repente en oscuros objetos del deseo. Bien lo saben los dueños de los bazares que ayer agotaron sus existencias. También algún tendero con visión de negocio que subió considerablemente el precio de los bocadillos. Todo lo que nos reímos con el pack de emergencia de la UE y, de repente, nos vimos dispuestos a cambiar nuestro reino por una vulgar vela. Por unas largas horas, sentíamos que vivíamos en medio de una gran nube blanca, sin poder comunicarnos con nuestras personas más queridas, preocupados por los mayores y los menores, sin agua por el fallo de las bombas, dependiendo de nuestros músculos para movernos, tirados en estaciones y paradas de bus, atrapados en trenes y ascensores, con el dinero esfumado en el espacio sideral, escuchando con inquietud el sordo rumor de los helicópteros, la estridencia de las sirenas.

Como ayer dijo Pedro Sánchez en su comparecencia, aún es pronto para saber cuáles son las causas del gran apagón. Las primera hipótesis apunta a un ciberataque. Si así fuese, nos introduciría en una lógica de guerra. Un país no puede tolerar que se juegue con la seguridad de sus ciudadanos de una manera tan evidente. La segunda causa, una avería, sería más asumible pero supondrá una bronca partidaria que terminará por deteriorar aún más nuestra ya mermada convivencia.

Más allá de cualquier escenario apocalíptico, pasado el apagón, todos tendremos que reflexionar, colectiva e individualmente, qué podemos hacer para reducir nuestra excesiva dependencia de la electricidad y las redes de comunicación. Digamos que tendremos que hacer un plan de reeducación analógica: volver a la cocina de gas, evitar las llaves electrónicas, repensar las torres inaccesibles sin ascensor… No es un viaje muy largo, solo volver al mismo lugar donde estábamos hace veinte o treinta años. Sin exageraciones ni alarmismos, pero siendo conscientes de que el gran apagón no es una fantasía apocalíptica propia de una serie de Netflix, ni un bulo de grupos políticos interesados, sino una realidad. Hemos recibido el primer aviso. Aprendamos.

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