Javier Compás

A solas, en el Patrocinio.

22 de mayo 2025 - 03:08

Ha querido la Providencia, que el primer domingo en el que se dice en misa el nombre de León XIV, Tú estuvieses sola en la capilla. Tu Hijo, como uno de esos universitarios que van de Erasmus, se te había marchado a Roma para ser, como le corresponde y muy bien dice don Emilio Vara, ese filósofo trianero que tiene cátedra en Casa Moreno, Cachorro del Trastévere, que es la Triana de allí.

Pues para allá me fui yo a verte esa mañana soleada y tibia de Mayo, que es tu mes más que ninguno, calle Castilla arriba, desde Chapina, por el que fue reino feliz de mi infancia. Y aunque ya han desaparecido muchas cosas de aquel reino lejano en el tiempo, aún queda en pie la casa donde mi madre y mi abuela me ensañaron a poner el puchero y los diversos cocidos del barrio. El primero el blanco, con fideos finos o gordos, o con arroz. Los coloraos dependiendo de la verdura del tiempo, eso que los gourmets a la violeta de ahora dicen: “cocina de mercado y de temporada”, eran de acelgas, de habichuelas verdes, de coliflores o de habas y guisantes, que es mi favorito. Y cómo no, el cascote, ese todo en una olla nacido en las candelas de las casas flamencas de la Cava de los Gitanos.

Junto a mi casa, la de mi vecino, el poeta, Juan Lamillar, que llamábamos la casa alta por el escalón de puro granito que tenía en la entrada. Laberintos de escaleras y patios de paredes refulgentes de cal blanca y macetas colgadas de geranios y gitanillas, por donde se entreveía en las noches de verano alguna salamanquesa aventurera mientras, sobrevolando la calle todavía sin asfalto, pavimentada de adoquines de Gerena, las panarras sustituían en su vuelo bajo a las golondrinas que hacían sus nidos en los frescos zaguanes de las entradas.

El Sol y Sombra todavía está cerrado. Dentro estará Rocío patroneando los fogones para sacar esas glorias benditas de su barra, unas puntas de solomillo al ajo o una cola de toro comprada en el puesto del mercado de abastos del barrio, que las trae directas de la Maestranza. Y quiero soñar que la que pida la próxima vez será de un toro que haya pasado por el capote de Morante, como antes pasaba por el pañuelo rosa pálido que Curro le ensañaba al negro burel.

Aunque para capotes de los buenos los trozos de menudo que ponía el Bar Martín. Y las gambas al ajillo de la bodeguita que había en la curva de Alfarería, cuando aquello era un continuo de naves y talleres, el polvero, la gasolinera y, más allá, el puente de hierro por el que íbamos andando, cruzando el río de verdad, a por una garrafita de vino dulce a la Venta Gaviño. Enfrente, la ribera de juncos y cañas de la Isla de la Cartuja, donde la única construcción que había entonces era la chabola del Pinto, el borracho oficial del barrio, con su corte canina (de perros y de hambre)

Y el Patrocinio… Tu patrocinio, que nos acoge a todos bajo la dulce mirada de ojos bajos que te puso Álvarez Duarte, con tu carita joven y esa que a mí, dentro del dolor, me parece una leve sonrisa, porque mientras tu Hijo expira mirando al cielo celeste del barrio, sabes que lo hace por el bien de todos nosotros.

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