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José Manuel Serrano
San Antón, un éxtasis entre apariciones*
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Comencé a tono, buen ritmo de carrera, dosificando esfuerzos, trote cochinero ... Me vi bastante bien, aunque aún estaba calentando, de hecho, quedaba un cuarto de hora para que empezara la prueba.
Embriagado por el olor a choto colectivo (las camisetas deportivas ya huelen mal antes de sudarlas) quise evadirme pensando en cosas positivas (mi particular ‘mindfulness’ de mercadillo) y lancé una mirada furtiva a la esquinita de la tienda del jamón, con sus bocados ‘sanantoneros’ elaborados ‘exprofeso’.
“Visualiza la carrera”, me dijeron con tono severo, pero mi mente ya entrenaba la post carrera con una Leyenda en la mano. A Noé le vas a hablar de lluvia.
Entre la muchedumbre, juraría haber visto al alcalde Julio Millán portando un arma corta. Cuando me tranquilizaba pensando que sería para dar salida de forma olímpica, como mandan los cánones, reparé en que, en paralelo, otro alcalde, sin duda, en otro espacio temporal, Agustín González, empuñaba otra pistola, retándose en un duelo con el aliento helado y sin un Reverte de testigo para glosar cómo acabaría la afrenta.
Uno es curioso de oficio, pero pensé que si se habían puesto de acuerdo con las liberaciones del Ayuntamiento no iba a pasar frío esperando a ver quién desenfundaba primero. Creí ver a Camacho, a modo de juez, con bombín, o quizá tomando medidas, cuál enterrador, como en el lejano oeste. Hecha la descripción, me piré.
Quizá fuera la falta de oxígeno, pero reparé, a mitad del Gran Eje, en un señor “falando galego”, iba sin gafas (él), pero lo reconocí, pedía el voto para el PP, vociferaba que no hiciéramos caso al CIS, prometía bajar 10 grados la temperatura en Jaén las noches de agosto y comentó, sin mucha convicción, que Jaén estaba de moda y tal.
Tras salir del túnel, donde coreamos gritos chamanes, próximos a la berrea, me tope con Begoña, flotaba, literalmente, porque la llevaban en volandas cuatro asesores de la Moncloa. Me ofreció apuntarme a un máster muy “cool”. Le dije, muy digno, que yo con estas pintas y en mallas no tomaba decisiones curriculares de relevancia.
Pensé en trampear como aquella pana cubana, que ganó la maratón de Boston sin necesidad de romper a sudar y, lo que es mejor, sin entrenamiento, sólo corriendo los últimos metros. Rosi Ruiz, se llamaba nuestra fuente de inspiración.
Lo tenía planeado, la idea era tirar por la moqueta del tranvía, aunque cabría la posibilidad de ganar la prueba, pero trece años después. Los agujeros de gusano es lo que tienen, no sabes dónde te pueden dejar. Sabemos cómo funciona el DeLorean, del ‘Regreso al futuro’, pero ni pajolera idea de cómo lo hace nuestro mítico lagarto tranviario.
Aunque lo pensé, gracias a mi educación católica, no pequé. Sí, paré, no obstante, en una de las lumbres para degustar a caño un vino blanco estupendo y sólo un par de morcillas a la brasa, que no quería entretenerme.
En la fuerte subida por los Escuderos, había algo en el ambiente que me relajó muchísimo, un olorcito particular, como a masa de chorizo, pasada de especias, pero por lo visto se toma fumada. Con la edad, es cierto, que también la pituitaria pierde vigor.
El caso es que enfilé la Carrera de Jesús, tarareando estribillos de Bob Marley y, claro, con la catedral de postal de frente tuve unos minutos místicos. Me sacó de mis divagaciones un codazo de Goku, abriéndose paso y sacando distancia a Spiderman.
Las charangas en el recorrido dieron una nota musical muy bizarra y, aunque podría tirar de manual para explicar mi penosa marca, no mejoré mis tiempos porque, con los primeros acordes de “Paquito, el chocolatero”, paré a terminar la coreografía e intimé con un variopinto grupo de atletas entrados en años y en carnes. Celebramos nuestra incipiente amistad degustando unas raciones de churros del país, mojados, por supuesto, en La Colón.
Dopados hasta las trancas, nos reincorporamos a la carrera sin mayor novedad. Nos pasaban, por la izquierda, por la derecha e, incluso, hubo quien nos saltó directamente, pero acabamos la carrera con una sonrisa en la cara, entre otras cosas, porque teníamos mesa reservada para cenar opíparamente con gentes de "mal vivir".
*Este relato atropellado es fruto de los efectos secundarios de una dieta rica en manteca y resolí alcalaíno, regada entre toma y toma con la especial de Navidad y chacinas propias de Jaén.
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