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Afinales de los años veinte del pasado siglo, el Arzobispado de Sevilla prohibió la saeta en los balcones de la ciudad y que se pagara a profesionales, para que fuera algo espontáneo, en la calle, sin que mediara estipendio alguno. Aquello duró poco, porque bajó bastante la calidad de las saetas, y eso de no ver a Torres, Pastora o Centeno esperando el paso del Gran Poder por la Campana para cantarle una buena saeta era algo que los sevillanos no llevaban bien. Estuve a punto de cantar hace muchos años una saeta en el balcón del Ayuntamiento de un pueblecito sevillano. Una señora me escuchó cantar en una peña, entre amigos, y me hizo el compromiso de cantarle a su Nazareno. Me preparé bien una saeta de Pepe Valencia, pero cuando llegó el momento de subir al balcón me empecé a poner blanco, como un cadáver andante, con retortijones, y casi me muero. Me subieron al balcón como si fuera llevado al garrote vil, a rastras, y ahí que me vi: en un balcón con el alcalde, el párroco y el cabo de la Guardia Civil. Ni Houdini.
A las diez y media de la noche, ya dispuesto a cantar la saeta, vi venir el paso, un crucificado, calle arriba hacia el Ayuntamiento, y apenas podía sostenerme en pie. Las piernas eran de alambre. Agarrado al balcón de hierro, que ardía, miré a Jesús a los ojos y le pedí que no se parara, que pasara de largo. Escucharía mis súplicas y se compadecería de mí, porque no solo no se detuvo a la altura del balcón, como estaba previsto, sino que, pasados unos metros, volvió la cara –sí, lo juro– y me guiñó un ojo. La señora me quería matar, el alcalde montó en cólera y el cabo me miró como pensando que era demasiado grande para entrar en el cuartillo de las ratas. Nunca más pensé en la posibilidad de cantar una saeta en un balcón, algo difícil, porque el saetero está solo, como el torero que se lleva al toro al centro del ruedo para torear al natural. Aquella noche fui un saetero de pacotilla, un cagón que hizo el ridículo de su vida en un pueblo al que nunca volví. De regreso, aún descompuesto, sudando y tembloroso, se me ocurrió una letrilla que nunca canté:
“Codornices y abubillas, nunca le contéis a nadie que solo fui maletilla donde había faena grande”.
Un respeto para la saeta, el cante más difícil. Supongo que hoy las alargan tanto para compensar la falta de calidad. A ver si le vamos a tener que pedir al Arzobispado que vuelva a mediar en el asunto.
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