
La Pesquisidora
Teresa Viedma
Un estatus que mantener
Fragmentos
En la plaza del Pan se conserva uno de los numerosos azulejos que se colocaron en las calles de Sevilla en 1916 para conmemorar el tercer centenario de la muerte de Miguel de Cervantes. Está dedicado a recordar la novela Rinconete y Cortadillo y al mundillo de pícaros que pululaban por las inmediaciones de la plaza del Salvador y se reunían en el patio de Monipodio, que en mi imaginación situaba en el patio de los Naranjos del conjunto monumental, el mismo donde se llegaba vestido de nazareno para salir con la Borriquita o el Amor y que ahora visito para recordar la devoción paterna al Cristo de los Desamparados.
La Sevilla que cuenta Cervantes, llena de pícaros, precede en unas décadas a la que reflejó Murillo en sus retratos de niños mendigos. Aquella Sevilla de los últimos años del siglo XVI y primeros del siglo XVII es una gran urbe, con un importante puerto, donde se juntan gentes de toda España, llamados por el mucho negocio y por la aventura. La llegada de los galeones de América. El comercio exterior, con una abundante representación de mercaderes y banqueros de múltiples países. En aquella ciudad cosmopolita, las temporadas de actividad febril preparando flotas para cruzar el Atlántico, alternadas con épocas de poco trabajo, provocaban muchos desocupados.
Es una ciudad en la que viven y bullen los pícaros, que Ángel González Palencia ha retratado en su obra La España del Siglo de Oro de esta manera: “... es producto del orgullo nacional, en una clase de gentes no habituadas al trabajo, y que viven de ciertos servicios, y no se avergüenzan de comer la sopa de los conventos. Literariamente es el pícaro, hombre que, sin ser verdaderamente criminal, pertenece al hampa; tiene pocos o ningunos escrúpulos, particularmente en proporcionarse medios de mantenimiento; es humano, buen creyente, aunque pecador; no está habituado en modo alguno al trabajo regular y constante, sino que es perezoso y holgazán; su ocupación normal es la de servir a otro; hurta, pero no roba, es astuto, ingenioso e imprevisor y simpático”.
Hace años pensé en un espectáculo teatral basado en la vejez de Rinconete y Cortadillo. Quería estudiar los caracteres de los pícaros adultos, que ya ven acercarse la vejez y han perdido tanto la simpatía como la agilidad de manos. Me interesaba fabular sobre los manejos e intrigas que pondrían en marcha para asegurarse el sustento hasta el fin de sus días. Volví a Cervantes, que nos aclara que Sevilla era “amparo de pobres y refugio de dechados, que en su grandeza no sólo caben los pequeños, pero no se echa de ver los grandes”. Don Miguel tenía razón, los tiempos pasan, pero los pícaros nos siguen rodeando. De diversas formas y maneras, siempre pensando cómo conseguir la sopa boba. Ya no son los simpáticos Rinconete y Cortadillo. Ahora han crecido y son muchos, demasiados. Los Rincones y Cortados están no solo en Sevilla sino por toda España, muchos de ellos con sueldos y coches oficiales. Los picaros siguen aquí.
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