Las dos orillas
José Joaquín León
Una santidad sin altares
Confesaba una amiga cercana, en las postrimerías del milenio, que los novios que hasta entonces había tratado en su agitado periplo amoroso coincidían en haberse esforzado, según sus palabras textuales, en “salir por la puerta grande” en los primeros lances de cama. Así como en defraudar luego las expectativas iniciales, al irse conformando paulatinamente con la egoísta búsqueda del placer propio sin la debida consideración hacia el de la mujer.
En la plaza de la Maestranza, la puerta grande de la taurina metáfora de aquella joven insatisfecha se denomina “del Príncipe” y raro es el varón sevillano que no haya padecido ocasionalmente, aun sin haber tenido jamás la tentación de vestirse de luces, el delirio onírico de atravesarla a hombros de una enfervorecida multitud.
Recientemente, y gracias a la dadivosidad de mi pareja e incondicional chica cocodrilo, viví la experiencia de cruzar su umbral no una, sino dos veces, antes del comienzo y tras el final del último recital de Hombres G en nuestra ciudad.
Sin pretender hacer la menor competencia a la deslumbrante crónica del evento firmada en las horas siguientes por Gonzalo Gragera y publicada en estas páginas beneméritas, me gustaría compartir algunas impresiones causadas en mi ánimo por el reencuentro con la longeva banda de David Summers.
Tanto David –madrileño descendiente de una familia andaluza de marcada vocación intelectual y artística– como sus compañeros, han arrostrado durante décadas, a pesar de su éxito comercial, el menosprecio de amplios sectores del público y crítica profesional del ingrato maremágnum que rodea a la música moderna.
No en vano, la amabilidad de su imagen y mensaje, así como la predilección de la que fueron objeto prematuramente por una masa de seguidores en la que predominaba la estética pija y el sexo femenino, les granjearon el aborrecimiento por parte de muchos de los chicos resentidos contra el mundo, adictos a las facciones más canallas del universo pop. Una actitud a la que no fui ajeno pese a que sus canciones más difundidas, sin parecerme insuperables, me divertían cuando las escuchaba en pubs, discotecas, o simplemente a través de la radio.
Trasnochadas muchas de mis filias y fobias juveniles, no me duelen prendas al reconocer al fin la calidad y conocimiento que subyace en el aparentemente superficial repertorio de ese cuarteto de colegas forjado al calor del bar Rowland del capitalino Parque de las Avenidas. Una coctelera de pop y rock aliñada con detalles de ska, frenético ritmo jamaicano de profunda influencia en los ambientes pioneros de una Movida, de la que los autores de Venezia y Devuélveme a mi chica resultaron inmediatos y triunfadores epígonos.
Es España un país cotidianamente desgarrado por la envidia y los prejuicios. Lo sufrimos día a día en todos los órdenes de la vida social y política, tanto en los más serios y trascendentes como en aquellos más banales que rigen nuestra relación con los iconos de la cultura popular de la que formamos parte.
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