Política y literatura

Confabulario

No parece que se le vaya a perdonar a Vargas Llosa, según en qué sectores de la sociedad, su actividad política. Esto mismo le ocurre o le ocurrió a Borges, a Azaña, a André Gide, a Solzhenitsyn y más recientemente, a Cela. Dominguín llamaba a Hemingway el “Nobel del plan Marshall”, probablemente con razón. Pero no hay que irse tan lejos para mostrar esta vieja y erizada imbricación de ambos asuntos. Recientemente se ha descubierto, en los Archivos Nacionales de Francia, una obra inédita de Quevedo donde practica su reiterada propensión a atizarle al conde-duque de Olivares, entonces en el ápice de su gloria. Una audacia que, como sabemos (“No he de callar, por más que con el dedo, / ya tapando la boca o ya la frente, / silencio avises o amenaces miedo”), le llevó a refrescar sus huesos, avejentados y maltrechos, en la cárcel de San Marcos de León.

Quevedo, a pesar de andar trabado de las piernas, era un excepcional espadachín, no exento, como se ve, de arrojo. Los lectores de El País han conocido, durante largos años, la serena determinación con que Vargas Llosa defendió las libertades civiles a ambos lados del Atlántico, una vez pasada su juvenil erisipela castrista. Los que tenemos cierta edad, hemos alcanzado a saber de las cautelas con que se leía a Azaña (incluido el Azaña de El jardín de los frailes), o las bochornosas razones con que se deploró a Solzhenitsyn. Podríamos ampliar estos ejemplos en abundancia, desde los días de la cicuta de Sócrates al linchamiento intelectual de André Gide, cuando se atrevió a matizar algunos logros de su admirada URSS. La historia universal de la infamia, como bien sabía Borges, es un nutrido expediente de la heteróclita y accidentada ejecutoria humana. Alguna vez he recordado aquí el encuentro en Londres de dos ilustres judíos perseguidos: el colosal Sigmund Freud, en el papel de muerto; y el extraordinario Stefan Zweig, como oficiante conmovido de sus exequias.

Tardará algunos años en olvidarse la caricatura de oso galaico con la que se revistió a Cela, no siempre sin su ayuda. A los lectores futuros les corresponde, pues, la suerte de descubrir de nuevo la impresionante ambición estructural y el profundo escalofrío lírico con que se anuda, felizmente, su obra. Esto mismo, aparte lo ya dicho, es lo que uno alcanza a comprender de Vargas Llosa. La tediosa grillería política acaso logre distraernos, por un momento, de su estatura artística. Estamos, sin embargo, ante un creador de imparidad suma. Ante un acuñador mayúsculo de la materia hispana.

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