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No me voy a andar con disimulo, ni glosar el libro del autor del que les hablo con distancia farsante para así parecerles solvente y objetiva. Les vengo a hablar de una vida y una obra que admiro sin reservas y de un amigo al que quise muchísimo, porque sé que esta cercanía no me ciega, sino que me hará hablarles con tanto entusiasmo como razón, conocimiento de causa y verdad, de la suma poética que a continuación recomiendo. La editorial Libros de la Herida acaba de publicar La mano en el fuego, la poesía íntegra de Juan Antonio Bermúdez, prologada por David Eloy Rodríguez y alumbrada por la pincelada de Patricio Hidalgo. Más de 500 páginas que recopilan su poesía editada, los poemarios que quedaron inéditos o inconclusos y una adenda para su arte poética. Queda pendiente de edición su prosa y obra ensayística y crítica, que tuvimos la suerte de disfrutar, entre otras, en las páginas de este su Diario. Al legado del autor hay que sumar su biblioteca, donada por la familia a la Red Municipal de Bibliotecas, que en los próximos meses procederá a su catalogación y ordenación.
Pero hoy aquí les traigo al poeta Juan Antonio Bermúdez y su poesía civil. Así me atrevo a designarla. Digo “poesía civil” y en los dentros se me forja la imagen y la voz de Bermúdez, su sonrisa gigante y su reproche amoroso: “¡Pero, Carmela!”. Y lo vuelvo a decir, poesía civil, pues la suya tiene ese valor de uso, sirve mucho y bien a cada cual y a todos juntos. Hago spoiler de la reseña que Luis Melgarejo publicará en Nayagua en breve: la poesía de Bermúdez, “lejos de ser un coto privado, una torre de marfil o un alto escalafón de nobleza emocional […] es un hogar compartido y con un fuego en torno al cual puedan los cuerpos todos arrejuntarse y celebrar la vida, la encrucijada de la que parten y a la que llegan todos los inquietantes y enigmáticos vericuetos del verbo vivir, ese vértigo”. Esto es así porque su palabra brota y acude a lo más hondo y, por tanto, a todo lo que radicalmente nos une y reúne. Tanto, que su obra resulta peligrosamente subversiva: nos muestra que se puede vivir, aquí y ahora, de otro modo “más amable, más compasivo, más lento”, dice –otra vez spoiler– David Montero.
Hay autores que sostienen su obra con la vida. Quiero decir, que lo que escriben avala lo que son, que su propuesta estética es la expresión deliciosa, abundante y nutricia de una postura ética de esas que, sin querer dar ejemplo, nos lo da hasta la médula. Es el caso de Bermúdez. Su poesía es la expresión de una forma de estar en el mundo. Por eso puede afirmarse que La mano en el fuego es poesía íntegra, y que Bermúdez era un hombre tan proteico como de una pieza. De nuevo rechistaría con una sonrisa de oreja a oreja: “¡Pero, Carmela!”.
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