
Del Gran Eje a La Alameda
José Luis Marín Weil
Cuando todo se detiene
La ciudad y los días
Ya pasó la Semana Santa. Queden las imágenes en sus altares, los pasos en los almacenes y, como tortugas, métanse las cofradías en su concha de hermandad procurando no sacar de ella ni las patitas ni la cabeza para echarse a la calle extemporáneamente. No teman que en este modesto y pequeño espacio haya salidas extraordinarias, ni mucho menos magnas. Cuando algo aparezca por aquí, como cada año, un Lunes de Pentecostés, un dos o un 15 de agosto, un 21 de noviembre, un ocho o un 18 de diciembre, un seis de enero o un primer viernes de marzo, será siempre en razón del tiempo de gloria que ayer empezó o de cultos internos.
De lo que hoy escribo es de historia. O más bien de algunos deslizamientos de los que el gran Marc Bloch avisó en Apología para la historia o el oficio de historiador, el libro que, junto a Origen y meta de la historia de Karl Jaspers, se convirtió en obra de cabecera desde mis lejanos tiempos universitarios. En su inacabado libro testamentario, porque el historiador se arrojó a la historia integrándose en la Resistencia Francesa y siendo detenido, torturado y fusilado por la Gestapo, avisaba el gran Bloch: “Cuando las pasiones del pasado mezclan sus reflejos con los prejuicios del presente, la mirada se turba sin remedio y, lo mismo que el mundo de los maniqueos, la realidad humana se convierte en un cuadro en blanco y negro. Montaigne ya nos lo había advertido: ‘Cuando el juicio se inclina hacia un lado no podemos dejar de deformar y torcer la narración hacia ese sesgo’”.
Lo recordé al leer, entre otras acertadas o igualmente desacertadas, esta afirmación de un historiador: “Cuando murió Franco, muchos temieron el final de la Semana Santa sin la protección providencial del Caudillo”. Aunque no esté recogido en la Constitución, todo el mundo tiene derecho a equivocarse y nadie, ni tan siquiera un historiador, puede ser desposeído de este derecho. Somos humanos. Avanzamos a base de errores y de aciertos, de equivocaciones y de rectificaciones. Pero un cierto rigor y respeto a los hechos es exigible a quien ejerce este oficio. Nunca muchos temieron que la muerte de Franco supusiera el final de la Semana Santa, privada de “la protección providencial del Caudillo”. Las que se celebraron durante la Transición fueron tan populares y brillantes como las celebradas bajo el franquismo. Y esto no es opinión o interpretación. Es un hecho.
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