
EN LINEA
José Manuel Serrano
¿Es el enemigo?
¡Oh, Fabio!
Tanto hablar de la Ordenanza de Veladores y sus tres años de gracia (que manda dídimos) cuando lo que requiere una regulación urgente son las barras de los bares, auténticos BIC en vías de extinción. Los bares –esa gran aportación junto a Shakespeare de la cultura anglosajona al mundo– llegaron a Sevilla en los albores del siglo XX. Al principio eran sitios elegantes y elitistas, como el famoso Sport de Tetuán, del que todavía nos queda el azulejo del Studebaker. Pero poco a poco el soberano pueblo sevillano se encargó de tunearlos y hacerlos a su particular y discutible gusto, recargando sus paredes y vitrinas de cristos y vírgenes, muñecas legionarias, calendarios de Romero de Torres y botellas de Ponche Caballero. Un dulce hogar entre barroco y kitsch, donde se nos informa cuántos días quedan para el Domingo de Ramos o podemos ojear el periódico en papel con las pertinentes huellas de AOVE del lector que nos precedió. En cualquier caso, anglófilo y distinguido o cofrade y popular, para que un negocio pueda ser considerado como bar necesita de su columna vertebral: la barra. Sin barra, sencillamente, no hay bar. El problema surgió cuando la pandemia las puso en el punto de mira como lugares promiscuos y caóticos. La gran ingeniería social no fue el confinamiento, sino la extinción de la barra en favor de esa atomización de la ciudadanía que suponen las mesas altas. Las quitamiedos (con tan horroroso nombre se las bautizó) puede que ayuden a una gestión más ordenada del negocio hostelero, pero son islas de soledad, reductos ensimismados donde es imposible el milagro del roce, el intercambio de ideas y fluidos, el entrecruzarse de vidas y haciendas.
El Ayuntamiento debería tomarse muy en serio la desaparición de las barras. Por lo pronto tendría que elaborar un catálogo de barras singulares sevillanas. Después habría que aprobar una ordenanza en la que se prohibiesen los bares sin barra, ese oxímoron que se ha extendido trágicamente por la ciudad como la peste de 1649. Eso sí que sería un “proyecto de ciudad” y no la celebración de la Exposición de 1929. Por no ser apocalípticos podemos decir que, en materia de barras, últimamente se ha detectado algún brote verde en el mismísimo epicentro de la ciudad: la Alfalfa. Nos referimos, claro, al bar Catalina, quizás la barra más amplia y animada del Casco Antiguo. Otras más históricas e íntimas nos las callamos, que no es cuestión de dar pistas a los revientabares que pululan por internet.
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