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Acaban los Juegos Olímpicos de París y yo sin enterarme. Tampoco es que me preocupara por saber de las ceremonias de inauguración y clausura o de su apretadísimo calendario. Más que nada porque el deporte y yo mantenemos una relación muy fría y distante desde mis tiempos escolares. Aunque según me dicen, han sido semanas de competiciones deportivas con enfrentamientos apasionados, instantes emotivos, gozosas sorpresas, decepciones terribles y hasta momentos de gran patriotismo que han vengado viejas querellas internacionales. Lo que no extraña. El deporte es hoy una suerte de sublimación pacífica de la guerra. Y como en ellas, si se triunfa, gana todo el país e infinidad de aficionados lo celebran desde el sofá como si cada uno de ellos acabara de correr la maratón o marcar el tanto decisivo. Y si se pierde, los responsables son los deportistas y quizá, los gerifaltes federativos. Ya dijo Napoleón que la victoria tiene mil padres y la derrota es huérfana.
De todos modos, lo que más me llama la atención no es que la inmensa mayoría de la gente disfrute felizmente de horas y horas de retransmisiones deportivas. “Hay gente pa tó”, que dijo El Gallo. Es que sean tantos a los que les parezca imposible que existan personas normales, entre las que me incluyo, a los que nos resulte indiferente el acontecimiento; no tengamos reparo en admitir que somos incapaces de diferenciar un kayak de una canoa y desconozcamos qué es el taekwondo. Y conste que si distinguimos el béisbol del cricket es porque hemos visto El orgullo de los yankees y Carros de Fuego y no es lo mismo merendar perritos calientes en las gradas del Yankee Stadium que sándwiches de pepino, scones y té en una pradera de la campiña inglesa.
Yo comprendo que es muy duro asumir que no a todo el mundo le apasiona el deporte. Y que no nos quite el sueño y mucho menos el hambre ganar o no una medalla. Porque yo he conocido a quien dejaba de comer si su equipo perdía. Y les aseguro que no ha llegado el día en que pueda sufrir tal locura. Sepan que hay quienes participamos por última vez en un partido de fútbol en el patio de los Maristas en octavo de EGB y porque no había mucho más que hacer en el recreo. Aparte de que lo de jugar uno de los doce partidos que se celebraban simultáneamente y en el mismo espacio físico sin equivocarse de balón ni de encuentro era una experiencia que retaba tan descaradamente a los principios de la física tradicional que me río yo del gato de Schrödinger.
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