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Ildefonso Ruiz
¿A qué esperas, Alberto?
El Poliedro
En la carrera que hice se estudiaba, en primero, Derecho Civil, asignatura a la que, por algún ajuste de lindes universitarias, en Económicas se la llamaba Introducción al Derecho. Mi profesor en esa materia era muy didáctico, tenía una bella voz, siempre impartía su clase sentado, jamás cogió una tiza, y aun así, o quizá por eso, nos facilitaba a los pollos aquella peonada que llamábamos “coger apuntes”; de forma que sus explicaciones eran claras. Pero era a la vez algo cursi, y solía hacer bromas totalmente imposibles de compartir con su auditorio, un aula magna repleta hasta los pasillos. Con esa forma fantaseada con la que los estudiantes creamos pequeños mitos que nunca olvidaremos, yo creo recordar que el profesor se empeñaba en que pronunciáramos con claridad la “c” de “usufructo”, porque era, según su manía, de catetos arrastrar dicha letra cuando va delante de una “t”, aspirándola al modo dialectal andaluz.
El usufructo es un asunto patrimonial, contractual o hereditario, pero aquel profesor también nos explicó una cosa tan digna de reflexión como la usucapión, que viene a ser que si posees y usas durante bastante tiempo una propiedad sin ser tú su propietario, acaba siendo tuya con papeles y todo. Creo que es puro Derecho Romano. Nunca me ha convencido la usucapión, sin duda por ignorancia jurídica, y por una creencia natural y simple en que una propiedad es de su propietario. Y que los derechos adquiridos lo serán si son verdaderos, pero no así por las buenas. Esto es, que lo que sostienes que es tu derecho no podrá dejar de serlo por un cambio legislativo o meramente administrativo. Nos pasa continuamente. Si, por ley, un negocio deja de ser legal, quienes ejercían tal negocio legalmente en otro tiempo dejan de tener negocio. La modificación de las leyes puede hacer que quien contaminaba con alpechín o quien no pagaba impuestos por su actividad alegue un derecho inalienable: la vida de los particulares y las empresas está llena de ejemplos.
El Tribunal Supremo ha facilitado que prohibir que una vivienda en casa de comunidad se erija en pensión turística no exija la unanimidad de los comuneros; una extravagante exigencia, dado que si sólo uno de los propietarios deseaba hacer de su piso un apartamento noria, la unanimidad estaba descartada. Ahora, según ha dictaminado el Supremo con dos sentencias de cajón, con tres quintas partes de los votos de los vecinos propietarios se puede erradicar de su bloque tal aprovechamiento privado, que rentabiliza quién sabe quién, y que por lo general ni vive allí. Hablando de derechos adquiridos, un representante de los inversores del asunto alegaba que vale, Supremo, que bien, pero que quienes ya habían invertido en propiedades para ordeñarlas con turistas y transeúntes debían ser respetados en su derecho. Tal exigencia es comparable a que un contribuyente esgrima que si ha estado pagando por IRPF un, digamos, 22% de cuota tributaria, si en los próximos Presupuestos Generales del Estado se sube tal cuota al 25%, a él se le debe mantener su menor contribución, casi por un mandato divino. “No, hija, no”, lema y título de aquella película de los hermanos Ozores de 1987.
Como decía ayer en estas páginas Carlos Colón al hilo de las dos sentencias del Supremo en este asunto, el alto tribunal ha ayudado a las comunidades de propietarios a defenderse de los pisos turísticos. Ya era hora. No hay derecho adquirido aquí, y menos si, y esta es una opinión, no había derecho. Permitan la vulgarización del término, pero no hay usucapión posible en esto, no es de ninguna justicia consolidar el tener al año 200 vecinos distintos al otro lado del cabecero de tu cama. El hogar, normalmente hipotecado, sí es un derecho adquirido.
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