Narraluces

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17 de septiembre 2024 - 03:08

En el prólogo a la reedición de La espuela (1965) de Manuel Barrios, que verá muy pronto la luz, coincidiendo con el centenario del nacimiento del autor de San Fernando, trata Alberto González Troyano de la tradición a la que se acogía una novela que reelaboró el tratamiento literario de una figura ya clásica, sobre la que el propio Barrios volvería en una obra posterior –Epitafio para un señorito (1972)– que del mismo modo que su predecesora reflejaba críticamente la realidad social bajoandaluza. La caracterización del personaje se remonta a Cadalso, en la octava de sus Cartas marruecas, tiene un eco reconocible en ciertas obras de Fernán Caballero o Juan Valera y llega hasta la novela popular de anteguerra, con autores cercanos al naturalismo como José Mas o López Pinillos.

En manos de Barrios y de otros escritores más o menos coetáneos, los llamados narraluces, esos viejos moldes fueron sometidos a una renovación que prescindía en lo formal de las convenciones decimonónicas, al tiempo que adoptaba, sin dejar de ser costumbrista, tonos reivindicativos, yendo mucho más allá de la descripción de los aspectos pintorescos. Estaban Manuel Halcón o después los hermanos Cuevas, grandes retratistas del campo andaluz y de sus tipos humanos, pero en sus sucesores era visible un propósito impugnador que aportó, hasta donde se podía entonces, notas duras y transgresoras. Para ensalzar la condición de Halcón como escritor a contracorriente del “arte programáticamente social”, con motivo de su ingreso en la Real Academia Española, en 1962, afirmaba José María Pemán: “Ha hecho una novela de señores y ha pintado un campo de Registro de la Propiedad”. A las alturas del siglo, sin embargo, aunque todavía en plena dictadura, la visión de los señores, incluso si se trataba de hombres de una pieza como el nuevo académico, tan poco complaciente con la clase a la que pertenecía, no bastaba para recoger la problemática de lo que el joven Antonio Burgos, en un sonado ensayo de principios de los 70, calificaría de Tercer Mundo.

Ya el mismo Halcón había censurado la hipocresía y la doble moral de la burguesía y el declive de los valores de la vieja nobleza, pero lo que cuestionaban los jóvenes narradores de los sesenta y setenta era la justicia del orden establecido, cada vez más contestado, y el atraso o el abandono de una tierra que en buena medida, sobre todo en el ámbito rural, seguía vinculada a la autoridad de los caciques. Venimos de ahí y novelas como La espuela, cuya ambición literaria supera con creces los estrechos límites del socialrealismo, prueban que aquella nueva narrativa andaluza no fue sólo una etiqueta publicitaria.

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