La muerte y los escritores

A plena sombra

07 de noviembre 2024 - 03:10

Tras mi cumpleaños, que ha sido el pasado 25 de septiembre, la cosecha de libros suele ser generosa. Entre los que me regalan y los que me regalo yo mismo, mi mesilla de noche, donde reposan como candidatos a la espera de ser leídos, los libros nuevos (o viejos pero recién llegados) forman una variopinta columna rectangular de letras y colores, un pilar literario.

Quizás no por casualidad los tres que acabo de leer, bueno, para ser sincero he acabado dos y un cuarto del último en cuestión, son de tres autores digamos que de cierta edad, dos ya pasados los 60 y uno que acaba de cumplir el medio siglo. En los tres textos, de una u otra manera, la muerte, el más allá, recorre de una u otra forma sus páginas. Será por cuestiones de edad, cuando ya somos conscientes de entrar, si algún accidente o enfermedad mortal no anticipa el fin, en el último cuarto de nuestras vidas. O será, quién sabe, que el otoño y su mes de noviembre, hacen que la fuerza espiritual de los que habitan otras dimensiones nos conduzca por esos caminos.

Haruki Murakami (Kioto, 1949) se ha quedado de nuevo sin Nobel. El autor japonés quizás debería declararse persona trans, yo creo que no tendría ni que cambiar de nombre de pila, a mí por lo menos, Haruki (que en japonés significa “árbol de primavera”) me suena femenino. En su último libro La ciudad y sus muros inciertos, hay una difusa frontera entre el mundo real, el mundo soñado y el que habitan los que han transitado por la muerte, una suerte de realismo mágico a la japonesa, que entronca con la tradición nipona de las historias de fantasmas y aparecidos, inquietante y desconcertante a veces, la historia tiene mucho más fondo del que al principio parece tener la historia, llena de simbolismos.

El segundo libro que, tras su lectura ha menguado la cola de espera de mi mesilla de noche, ha sido La vida feliz de David Foenkinos (París, 1974), donde el francés plasma de manera muy gráfica, casi literal, en las vidas de sus protagonistas, el morir y renacer a una nueva vida, abandonar aquella en la que no somos felices, para emprender un nuevo rumbo. También hay más fondo, más allá de una aparente simplicidad romántica a lo Corín Tellado que roza la historia, no les cuento más.

Las 125 páginas, más o menos, que llevo leídas de El mejor libro del mundo (582 pgs.) de Manuel Vilas (Barbastro, 1962) me tienen un tanto desconcertado. Podría decirse que por proximidad, en cuanto a edad y nacionalidad se refiere, el aragonés sería el que me pilla más cercano. Sin embargo me encuentro más próximo a los dos anteriores. Del libro de Vilas, que me fascina en algunos de sus párrafos, me incomodan varias cosas. En primer lugar el molesto y frecuente uso del lenguaje inclusivo, que alarga innecesariamente las frases. Pero eso no es más que un síntoma de un cierto aire progre que destila el autor. Pero lo que más me ha molestado del libro de Vilas es que yo pensaba, ateniéndome a esas frases publicitarias que se colocan en las contraportadas y en las (odiosas) fajas exteriores, que era una novela y, en realidad, parece una de esas típicas recopilaciones de artículos publicados en prensa que se recogen en un libro. Será que yo también tengo la crisis de los 60.

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