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Ildefonso Ruiz
¿A qué esperas, Alberto?
Gafas de cerca
El caso de Pedro Sánchez y Ayuso es un esquema de odio mutuo cuya onda expansiva alimenta a sus partidarios. Que más bien son antipartidarios recíprocos. En una esquina del ring, con calzón rojo tenue, está en auge entre progresistas el declarar, como con pesadumbre y nostalgia, que Madrid es hoy un sitio inhóspito para vivir, y mira que fue –lo es y lo será– tierra de promisión de los afanes modernos y laborales de los de provincias. ¿Por qué lo llaman Madrid cuando quieren decir Ayuso?
En el otro extremo del cuadrilátero, con calzón azul, los ayusistas se componen no sólo de madrileños, sino de conservadores de todo empadronamiento. La que abandera Ayuso en contra de la sensatez de Feijóo o de Juanma Moreno es una sensibilidad céntrica –de centro geográfico–, que cosecha la órbita más excéntrica del Partido Popular. Por si no fueran suficientes las mentiras del propio Sánchez, buena parte del combustible del desprecio al Gobierno la rocía Ayuso con mensajes simples, desmedidos y en apariencia irreflexivos. Lo importante para ambos contendientes es atacarse con cualquier causa, preferiblemente una que despida el embriagador perfume de la corrupción. Embarbascando al poder judicial, resulta obvio que la corruptela grande o pequeña, y ahora la familiar o sentimental, hace ganar y perder elecciones.
Eso les dirán sus asesores áulicos. El de Ayuso, MAR, está hecho para ella; más aún que el novio del Lamborghini. Ayuso y Miguel Ángel Rodríguez hacen un tándem que, de filtros, va corto, como el punk de música de cámara. Los rasputines de Sánchez han variado de la mano de su natural depurador. Desde Iván Redondo, el de las Ray-Ban kennedianas en el Falcon que escribe en La Vanguardia una columna llamada The Situation Room –tómate algo–, al vigente Francesc Vicens, invisibilizado por Óscar Puente; pasando fugazmente por el actual presidente de la agencia Efe, Miguel Ángel Oliver, y sin olvidar –ya querría Sánchez– a Ábalos, que fue su mano derecha.
Cabe apostar a que ganará el más silencioso, y acepten silencioso como gallego de compañía. Mientras, ellos dos, a puras leches. Hasta llegar a negarse, Ayuso, a encontrarse con Sánchez en la Moncloa. Algo inaudito. De lo que creerá sacar rédito ella... y eso que se evita él. El gesto es desdén e irresponsabilidad institucional. Una estratagema que hasta ahora era independentista. ¡De eso ya teníamos demasiado, Isabel! (Recuerdo el chiste de Gandía. Era de mariquita y de mili: “Yo, al Sahara, no voy desde luego”.)
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