Santa Teresa y Sevilla
Mohammed y la cena del jamón
Hace unas semanas me tocó practicar una notificación administrativa. El destinatario de la misma tenía nombre y apellidos magrebíes. Llegué al domicilio y llamé a la casa y una señora ataviada con su hiyab abrió el domicilio en cuestión; “Buenos días, ¿vive aquí Mohammed (nombre ficticio para conservar su privacidad)?”. La señora no medió palabra. Entró al domicilio y en pocos segundos apareció un chaval de en torno a la veintena en el portal.
“Buenos días Ilde. ¿Qué tal? ¿Qué me traes?”. Imagino que el joven debía conocerme de mi paso por la política local y regional, si bien no recuerdo haber hablado jamás con él. Aun así reconozco que me sorprendió ser reconocido por el interesado, que había respondido en un tono realmente educado, cercano y cariñoso y por supuesto, en perfecto español.
Mohammed es tan español como yo. Sus padres llegaron de Marruecos a principios de siglo y se instalaron en España, donde nacieron sus hijos. Correspondí a sus preguntas en el mismo tono cercano y cariñoso con el que había sido recibido. Le informé de la notificación, firmó la recepción de la misma y con la misma educación y hasta diría afecto, nos despedimos.
Pocos días después una vecina de su barrio, donde el porcentaje de personas que viven de los servicios sociales es abrumador, me preguntaba si yo veía justo que “se repartan tantas pagas a los moros. Que si siguen viniendo tantos moros, ya mismo no va a haber pagas para los de aquí… y como llegue ese día verás la que se va a liar”. Mi respuesta fue simple “el problema, para mí, es que cada vez estáis más gente con paga y menos trabajando. Y como tú dices, si eso no cambia, la cosa va a explotar por cualquier lado”.
Quiso el azar que en esos momentos apareciera Mohammed, quien por la apariencia, venía de la Universidad. La conversación enseguida giró hacia el racismo. Con su tono amable y educado Mohammed mostró su hartazgo con el racismo. Que ya estaba bien de que si los moros esto o lo de más allá. Defendió que él era tan español como yo y que tenía todo el derecho del mundo a ser musulmán y a estar orgulloso de ello y exigía respeto por su religión.
La conversación se puso interesante; hablamos de respeto y él abundó en el argumento de que España era un país racista, que no entendía que su gente tenía los mismos derechos que yo y que no aceptar eso, era simple y llanamente racismo. El Islam, defendió Mohammed, no es la religión de fanáticos que nosotros creemos y por más que se diga, su pueblo jamás abandonará su fe. Es su derecho como español ejercerla y es el deber nuestro de respetarlo. Ley en mano, sus argumentos son incuestionables.
En ese punto, le tuve que dar la razón. Le argumenté que el hecho de ser un país occidental le otorgaba esos privilegios. Que nuestra civilización, apoyada en la tradición judeocristiana, la herencia del Derecho romano y los valores liberales de la Revolución Francesa, le daban el derecho como persona a ejercer libremente su fe en cualquier país occidental como el nuestro y que eso estaba fuera de toda duda a mi juicio. Pero lo quise plantear una cuestión moral.
“Mohammed, imagina que esta tarde me invitas a cenar a tu casa”- le espeté. “Imagino que si voy esta noche a cenar y me siento con tu familia alrededor de la mesa, y comemos cuscús, pastela o cualquier plato tradicional vuestro, mientras conversamos y hablamos, podemos pasar un rato muy ameno, compartiendo vuestra hospitalidad, ¿no?”. Mohammed respondió “¡Claro! ¡A ver si es verdad que te vienes un día que lo vas a flipar con los platos de mi madre!” respondió divertido. “Pues cuando quieras. Será un honor de verdad y te lo digo muy en serio; me encantaría”- respondí.
Pero quise ir más allá y le pregunté “¿y que pasaría si en lugar de ir a tu casa y sentarme en la mesa a disfrutar de la cena, me voy a tu casa, saco el jamón ibérico y la cerveza, que es lo que yo acostumbro a cenar?”. “Supongo”- respondí antes de que articulara palabra- “que tu padre me sacaría de tu casa con un puntapié ¿verdad?”. Mohammed volvió a reír “¡Por lo menos, Ilde!” y sonrió. Entonces yo dejé el tono divertido y le comenté que ese era el quid de la cuestión.
Tenemos culturas y valores profundamente diferentes. Y, por supuesto, que estos pueden convivir bajo el mismo techo de la libertad. Si eso no fuera así sería un fracaso de la civilización occidental. Pero igual que yo entiendo perfectamente que no puedo ir a su casa a cenar jamón, hay que entender que igual en nuestra casa, la Constitución y los derechos y libertades civiles están muy por encima de cualquier Ley de Dios. Se llame como se llame y que de igual forma que yo siempre voy a respetar su fe en Alá, ellos tienen que respetar esa norma sagrada para nosotros que es la libertad.
Mohammed quedó confundido. Así que fui un paso más allá. “¿Si te enamoras de mi hermana, podrías casarte con ella si ella desea renunciar a tu fe?” “¿Qué pasaría si tu hermano o hermana se enamoran de una persona del mismo sexo?””¿Lo respetarías?”. Mohammed empezó a dudar y reconoció que eso no lo permite su religión. Así que proseguí; “pues eso, para nosotros no es ningún pecado ni delito; es nuestro derecho y libertad que hay que respetar”.
Para que ese racismo que denuncias se diluya, es primordial que haya integración. Y la integración no es que nuestra civilización se tenga que adaptar a vuestras normas sagradas, sino más bien al revés. Hay que entender que cruzar el umbral de nuestra civilización, va a suponer quizá renunciar a algunas cuestiones que son innegociables en vuestra fe. Es el precio a pagar por disfrutar del privilegio que supone ser español. Y si para vosotros la Ley de Dios está por encima del Derecho Civil o las normas españolas, tarde o temprano, habrá problemas.
Por supuesto, Mohammed. En España hay racismo. Es innegable. Diría que es inherente al ser humano. El odio al diferente. Ha existido siempre. Y me temo que siempre existirá. Pero es aquí, en esta civilización, donde con más o menos éxito se combate. El racismo y el odio al diferente están perseguidos por nuestras Leyes, que están por encima de las Leyes que dicta Alá. Mohammed calló. Se encogió de hombros y sin perder un ápice su educación, dijo “bueno, yo no lo veo así. Pero tienes algo de razón”. Forzó una fingida sonrisa y se marchó.
Días más tarde he vuelto a ver a Mohammed. Educado, como siempre. “¡Buenos días Ilde! ¿Cómo va el curro?” – “¡Ahí vamos, Moha, aguantando el calor!”- “¡Venga que ya te queda poco!” y prosiguió. Al llegar a la esquina se volvió “¡Ilde!” –gritó- “Se lo dije a mi padre. Vente una noche a cenar… ¡¡Pero no te traigas el jamón que te corta los huevos!!”. Ambos soltamos una carcajada profunda. Iré a cenar a su casa. Pero no me llevaré el jamón.
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