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Fue Lola Pons quien defendió que una calle en Sevilla recibiera el nombre de Miguel Delibes, de tal forma que la misma sirviera indistintamente de homenaje para el escritor y para su hijo, biólogo y vecino de la ciudad hispalense. Su propuesta me recordó una anécdota vivida en el aeropuerto de Valladolid, tras aterrizar un 24 de diciembre de aquel vuelo que solíamos acaparar en Navidad los sevillanos de Valladolid. Recién bajados del avión, un niño corrió hasta su abuela para contarle que había compartido viaje con Miguel Delibes, a lo que ésta contestó: ¿El padre o el hijo? La cuestión es que, a pesar de haber pasado unos cuantos años desde que muriera Don Miguel, esa confusión a mí me pareció de lo más natural, pues Delibes es, en su ciudad, una presencia real, y, de alguna forma, a nadie nos extrañaría verlo, proyectado desde nuestros recuerdos, caminando por sus calles. Mi recuerdo recurrente de Don Miguel es una mañana de viernes, sentado en un banco del Campo Grande, tras haberme fumado las clases para ir a buscar al colegio a la novia de juventud. “Mira, Delibes”, dice ella, y él cruza por delante nuestro, vestido en otoño y con la visera puesta. Según se aleja puedo ver, en mi recuerdo, cómo le pega una patada a una castaña y la castaña rueda hasta perderse. La memoria es reconstructiva, ya se sabe, almacenamos copias de lo vivido que no son nunca iguales y asumimos como ciertos recuerdos a veces falseados por la inflación de nuestra fantasía o de nuestra emoción, confundiendo, digamos, lo vivido con lo soñado. Tal vez no hubo patada a la castaña y ese aditivo tenga que ver con que Can, nieto de Don Miguel, me contara la resignación de su abuelo al saber que ponían su nombre al gran auditorio de la ciudad, cuando su ilusión hubiera sido un campo de fútbol. También con la memoria construimos nuestros símbolos y el hombre que pateaba la castaña –ya se sabe, una ciudad, un amor, un periódico, una editorial…– puede estar ahí sólo para recordarme el sentido de la lealtad.
En los veranos mis hijos se han acostumbrado a ver desde Bajo de Guía cómo se esconde el sol por Doñana. Se tejen ahí sus primeros recuerdos, de los que irán haciendo imperfecta copia, atravesada por la fantasía, hasta el punto en que un día, quién sabe, confundan con linces a los gatos que pululan la zona. Miguel Delibes tiene desde tiempo su sitio en el callejero sanluqueño. No hace falta explicar por qué esa calle hoy rinde honor indistintamente tanto al escritor como a su hijo mayor, el que bajó al sur y defendió este territorio.
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