Alto y claro
José Antonio Carrizosa
La noria de Sevilla
Monticello
La última noche del año, en la televisión pública, la exhibición de una estampita dio lugar a un hecho jurídicamente intrascendente que, sin embargo, ha resultado socialmente controvertido. La libertad religiosa no ampara el derecho a que no ofendan los sentimientos que como creyentes o no cada uno tengamos. El artículo 16 de nuestra Constitución nos protege frente a la coacción de nuestra conciencia y nos garantiza la libertad para actuar conforme a la respuesta que nos hayamos dado al interrogante religioso. Es por esto por lo que el 525 del Código Penal, que tutela los sentimientos religiosos, es un tipo penal de muy difícil adecuación constitucional, pues ese bien jurídico, los sentimientos, no puede constituirse en límite para la libertad de expresión en una sociedad democrática. La denuncia anunciada por la asociación de abogados cristianos, sobre la base del 525 del Código Penal, y también del propio 510, que tipifica el llamado discurso del odio, podría considerarse, a la luz de los hechos, un buen ejemplo de autoparodia jurídica. En todo caso, genera cierta sensación de irrealidad que el pobre affaire de la estampita haya dado tanto para teorizar dramáticamente sobre la vulnerabilidad del cristianismo frente a la blasfemia en la esfera pública, como para erigir el gesto en cuestión en un hito contemporáneo de la libertad de expresión. Muy especialmente en la tradición católica, la blasfemia es algo demasiado serio como para banalizarlo, y, por eso, como sugería el Maestro Juan de Mairena es aconsejable “desconfiar de un pueblo donde no se blasfema, porque lo popular allí es el ateísmo”. ¿Creían o no creían en Dios y en la Santa Madre Iglesia, Luis Buñuel o Pier Paolo Pasolini cuando blasfemaban? No podemos, claro, responder a esta pregunta por ellos, pero no parece muy arriesgado decir que Viridiana o Mamma Roma son obras blasfemas de dos católicos, ateos o no. A esta apasionante contradicción quiso dar solución Giorgio Agamben, jugando con la etimología de lo sagrado en su doble acepción latina, ya que sacer, además de denominar lo “sacro”, da nombre también a “lo maldito”. Así, no existiría verdadera iconoclastia, como ha estudiado Pedro G. Romero, sin un previo fervor religioso por la imagen que luego quiere profanarse. En la gran batalla de la ilustración frente al dogma, a través de la libertad de pensamiento; y del dogma frente la razón, a través de la gracia y la belleza, hay un océano de heroicidad, desvaríos y grandeza. Nada que ver, claro, con las mediocres guerras culturales que hoy nos distraen imperativamente, luciendo lo más patético de nosotros mismos.
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