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Alberto Grimaldi
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Alto y claro
El cine de Mariano Ozores no era, como se ha dicho hasta la extenuación con motivo de su fallecimiento la semana pasada, un retrato sociológico de la España de los setenta y los ochenta. Era una caricatura y como tal resaltaba los aspectos más grotescos, desde el prisma de la exageración y sin otro objetivo que divertir con sal gruesa y trasgresiones dentro de un orden, como se decía entonces. De hecho, la españolada, el cine machista y casposo de aquellas décadas, no es, aunque resulte paradójico, un fenómeno exclusivamente español. Algo parecido se puede rastrear en Italia con las películas de Alvaro Vitali e incluso en la intelectualizada Francia.
Pero en España adquiere una dimensión especial que lo convierte en una de las manifestaciones sociales y de cultura popular más destacadas del tardofranquismo y de los inicios de la Transición. Esa dimensión se la da le hecho de que caricaturiza la época en la que los españoles se sacuden cuatro décadas de una dictadura que los trataba como menores de edad en todo lo que tuviera que ver con la política o el erotismo. Ozores aprovecha la explosión política y erótica que supone el fin del franquismo y con ella produce películas como churros, en las que la broma fácil sobre la democracia o las autonomías cotizan alto y no digamos ya una teta o un culo.
Contó además el prolífico director con una plantilla de actores que se adaptó a aquellas circunstancias hasta construir arquetipos que han pasado a ser parte de nuestra memoria colectiva, desde los impagables Landa y López Vázquez a los sobreactuados Esteso y Pajares a los que se sumaban las decenas de musas del destape dispuestas a enseñarlo todo si lo exigía el guion. Y siempre lo exigía, claro.
Pero la España real de aquellos años no era la que reflejaba el ligón de Costa del Sol que hacía Alfredo Landa en Manolo la nuit (1973) –título que es todo un alarde de imaginación–ni los ludópatas obsesos que encarnaban Fernando Esteso y Andrés Pajares en Los bingueros (1979). Tampoco el país carca y temeroso que aparece en ¡Que vienen los socialistas! (1982) o Queremos un hijo tuyo (1981).
El cine de Ozores era un cine oportunista y sin ninguna voluntad de trascendencia, hecho para divertir y ganar mucho dinero. No puede decirse que no consiguiera sus objetivos. Aunque la crítica, en aquellos años, fuertemente escorada a la izquierda, lo ignoró cuando no lo destrozó, lograba llenar las salas de un público que no tenía otra pretensión que echar la tarde y reírse un rato. Reírse en buena medida de ellos mismos. En aquellos años, en los que la incertidumbre y también el miedo formaba parte del pan de cada día, no era una mala terapia. Cuando España se convirtió en un país normal, aquel cine dejó de tener sentido y poco a poco fue desapareciendo sin dejar demasiada huella. Fue una vía de escape útil para tiempos difíciles.
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