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La lluvia en Sevilla
Como Oliverio Girondo en su famoso poema no perdonara, bajo ningún pretexto, a las que no saben volar, a los habitantes de nuestra ciudad toíto se lo consiento, salvo –y en esto soy irreductible– que se quejen de la lluvia en Sevilla. Al membrete de estas columnas de los viernes me remito. Hay venia para renegar en mi presencia del calor, para enfadarse del frío y hasta para maldecir el entretiempo, pero la lluvia, en este sediento sur, no me la toquen. Normal que en estos días se me complique el hecho de tratar con esa parte del paisanaje que en el bus y la frutería exclama: “qué rollo, llueve otra vez”. Hablo, por supuesto, de la lluvia constante y menudita, de la que cala, alegra el caudal y limpia el aire, y de esas nubes que al pasar sacan brillo a la Giralda; no de las torrenciales, de las mundiales que arrasan con todo a su paso, con esas sí hay licencia de señalar las causas y causantes de su daño, achicarlas, prevenirlas, protestar.
En mi aversión a las quejas por la lluvia median cuestiones de procedencia y clase. Nací tal día como hoy en una tierra y grey que dependían de lo que daba el campo. (Quizá no me pasara lo mismo de haberme criado en un restaurante con terraza o en un circo, o de ser la hija de un sillero en la Campana). De ahí que cada día de lluvia fuera fiesta y en la escuela cantáramos “que llueva, que llueva” a voz en grito. Era imposible no advertir la alegría en las caras de los mayores los escasos días de chaparrón. Es por ello que la lluvia me genera un bienestar físico inmediato, y agradecerla ha acabado por convertirse para mí en un asunto moral. Mejor dicho, me resulta una inmoralidad que alguien se queje de la lluvia persistente de estos días, especialmente si el reproche a San Pedro es por motivos que no trascienden a uno mismo, a su apetencia o comodidad. El remedio a la sequía y sus plagas, las cosechas, el verdor de los campos, la claridad del aire o que haya azahar, aceite y trinos me parecen motivos suficientes no solo para soportar, sino para bailar bajo la lluvia.
He escuchado muchas veces y soy capaz de comprender las inclemencias urbanas por la lluvia: que si el tráfico, el via crucis, la alarma del garaje, el running, los pelos, el perro, los charcos, la colada, los selfis, las calles estrechas por las que transita gente poco ducha en el manejo del paraguas. Y después –rematan– vendrán las alergias, los antihistamínicos, las procesionarias… Mas, adscrita al malajismo, persisto, llovizneo: el verdadero incordio –además de brindis al sol– no es oír llover, sino oír ladrar a la lluvia en Sevilla (que, por cierto, no es ninguna maravilla no porque caiga, sino porque esta ciudad sigue sin estar del todo preparada para recibirla, canalizarla, drenarla, aprovecharla). Bendito aguasol –permítanme que acuñe esta palabra–, el de estos días.
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