
Ropa Vieja
Martín Lorenzo Paredes Aparicio
En el tajo
¡Oh, Fabio!
Si el padre del surrealismo literario español, el excéntrico y azul Gecé, fue sobre el papel un “inspector de alcantarillas”, y el prócer Rodríguez Zapatero, antes de hacerse ubicuo e inmortal, aspiró al puesto de “inspector de nubes”, todo sevillano que se precie lleva dentro un “inspector de azoteas.” Lo demuestra cada vez que sube a alguna atalaya y se dedica, con espíritu de Diablo Cojuelo, a la identificación de los hitos principales del dilatado paisaje de los techos hispalenses: la cúpula barroca de San Luis, la Torre Sur de la Plaza de España, el mirador laico de los Antiguos Juzgados, la espuma sólida de las Setas, la espadaña de Santa Cruz, el campanario de Santa Marina, la antena de Correos de Los Remedios... El homo sevillano experimenta un gran placer al reconocer todas esas pequeñas construcciones, un paisaje urbano que también está sufriendo profundas transformaciones en los últimos tiempos debido al cambio de uso de sus parcelas. De aquellos campos de secano formados por palomares, tendederos y trasteros, estamos pasando a un mundo playero de apartamentos cuquis con piscina, terraza con tumbona y paneles solares. Las razones son muchas: la implantación masiva del ascensor, las secadoras, la turistificación, los cambios energéticos o la decadencia de la afición a la colombofilia han ido modificando nuestros techos para convertirlos en un recurso económico de primer nivel.
Subir a los techos de Sevilla es hoy un ejercicio de esa nostalgia de sesión continua que tanto nos gusta a los ciudadanos de la Muy Mariana. También cambia la fauna. “¿Ves esa cotorra de Kramer que se despioja en la guadaña del convento? Cuando me compré la casa había un nido de cigüeñas que ha desaparecido”, nos dijo recientemente un amigo sumido en la melancolía que le produce “el gran reemplazo” que se está produciendo en los cielos de la ciudad. Por ahora, nadie oculta su racismo en cuestiones de avifauna, donde la cotorra ocupa el puesto de las estirpes más degeneradas. Y, sin embargo, ese lorillo verde chillón da un hermoso contrapunto tropical a la espadaña barroca conventual, tanto que, por arte de sus graznidos, nos vemos transportados a una azotea antillana, adormecidos por los sones y licores del Nuevo Mundo. La invasión del éter sevillano por las cotorras no es más que un refuerzo de ese mito que tanto nos gusta a muchos de los que aquí vivimos: la americanidad de Sevilla. Otra cosa es ver piscinas como esmeraldas donde antes hubo bragas y sábanas mecidas por la brisa de febrero o cárceles de régimen abierto para las hoy odiadas palomas, ave antaño sevillanísima degradada ahora a “rata de los cielos”, una blasfemia que de alguna manera tendremos que pagar.
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