
El salón de los espejos
Stella Benot
Y ahora... la universidad
La antigua y recurrente escasez de arboleda urbana en Sevilla queda patente en el plano que elaboró en 1771 el asistente Pablo de Olavide, primer callejero histórico de relevancia que poseemos. Sólo aparecen en dicho mapa unas cuantas calles cuyos nombres corresponden a árboles, en la mayoría de los casos por la existencia en el lugar de algún espécimen aislado. En este sentido, la calle del Peral, que discurre entre la Alameda de Hércules y la calle Bécquer, ha mantenido su denominación desde el siglo XV hasta nuestros días; la calle del Naranjuelo cursaba desde la Plaza de la Gavidia hasta la de San Lorenzo y recibió hasta 1913 este apelativo; la calle del Azytuno (Aceituno) nace tras el ábside de la iglesia de Santa Lucía y muy cerca de la antigua Puerta del Sol, mostrando este llamativo título desde 1665 hasta hoy. Las calles y plazas de Sevilla contenían, pues, muy pocos árboles en épocas pasadas, y sería a partir de la segunda mitad del siglo XIX cuando empezaron a cubrir poco a poco la piel de la ciudad hispalense.
Originario de tierras orientales, el naranjo amargo evoca relatos legendarios y cánticos cautivadores, siendo plantado por primera vez en Sevilla (siglo XI) en los Jardines de la Buhaira del rey taifa Al Mutamid. Más tarde se extendería a los patios de abluciones de mezquitas como la de Ibn Adabbas en El Salvador o la almohade que se convertirá en catedral cristiana, hermoseando también los jardines de casas palaciegas. Este cítrico solamente tendría su introducción definitiva en el viario público a comienzos del pasado siglo por obra principal de Aníbal González, fomentando que la flor de azahar modelara con el paso del tiempo una pátina icónica en la urbe que posee más naranjos agrios del mundo. De modo semejante, las primeras palmeras datileras fueron plantadas en la segunda mitad del siglo decimonónico en la Plaza de San Fernando o Plaza Nueva, las cuales también cubrieron en ese periodo la Plaza del Pacífico o de la Magdalena.
Un hito importante en el desarrollo de nuestra arboleda radica en la importación de árboles desde América con motivo de la Exposición Iberoamericana de 1929 y, entre ellos, podemos destacar la jacaranda, que imprimiría poco a poco un nuevo sello a la primavera tardía cuando ya se desprende de su manto de azahar. Sevilla alcanza en estos momentos los doscientos mil árboles censados y unos trescientos mil si añadimos los privados y los ausentes en los registros municipales, constituyendo su masa principal los más de cuarenta mil naranjos que la tapizan. El conjunto de su arboleda exorna una de las urbes más floridas de Europa, dándonos una idea de la densidad de sus plantas viarias y de las presentes en los maravillosos parques de la ciudad de la luz, de la belleza y del amor. Antonio Machado rememora desde tierras castellanas: “Y fresco naranjo del patio querido,/ del campo risueño y el campo soñado,/ siempre en mi recuerdo maduro o florido/ de frondas y aromas y frutos cargado”.
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