
Ropa Vieja
Martín Lorenzo Paredes Aparicio
En el tajo
En tránsito
Por qué está todo el mundo hablando de guerra? ¿Por qué hay una especie de intoxicación bélica en el aire? Es un fenómeno muy curioso, que en cierta forma recuerda lo que ocurrió en los días previos a la I Guerra Mundial. Stefan Zweig contaba que un día de junio estaba leyendo un libro en un parque de Viena, al atardecer, cuando vio que la orquestina que tocaba en el quiosco abandonaba su puesto. Luego empezó a ver corrillos de gente en el parque. Y luego empezó a correr la voz de que habían matado al archiduque Francisco Fernando y a su esposa en Sarajevo. Zweig contaba que nadie en Austria sentía afecto por el heredero del trono, al que consideraban un tipo frío y arrogante con cuello de bulldog. Ningún austriaco –decía él– habría querido luchar ni cinco minutos por aquel hombre.
Pero al cabo de una semana los periódicos empezaron a llenarse de artículos belicosos y de proclamas amenazadoras reclamando venganza. Y enseguida, todas las cancillerías europeas empezaron a enviarse telegramas con un ultimátum, “Exigimos una reparación”: Austria a Serbia, Alemania a Rusia, Francia a Alemania, Austria a Francia, Gran Bretaña a Austria… En Ostende, Zweig vio un destacamento de soldados patrullando frente a los bañistas. Y un mes más tarde, Zweig vio en Viena los carteles que anunciaban la movilización general y los primeros reclutas que subían a los trenes cantando himnos patrióticos. “¡Por Navidad volveremos todos a casa!”, gritaban los soldados, que efectivamente volvieron por Navidad a casa –los pocos que volvieron–, sólo que cuatro años más tarde, en 1918. Y con millones de muertos en las trincheras.
Lo más preocupante de todo –igual que en el verano de 1914– es que de repente todo el mundo ha empezado a hablar de la guerra (aquí estoy yo, sin ir más lejos) como si fuera un hecho inevitable. Hace un mes, nadie parecía darle importancia. Y ahora, todo el mundo está empezando a actuar como las cancillerías europeas de 1914 mandando ultimátums. Pero los políticos se emborrachan con sus propias bravuconadas, se contagian de la histeria general que ellos mismos han creado y al final acaban creyéndose las paparruchas que han soltado para quedar bien con sus ministros o sus vecinos o sus aliados. Y un buen día los soldados empiezan a subir a los trenes cantando “¡Por Navidad volveremos a casa!”. Y tanto que sí.
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