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Sobre el barrizal, entre pilas de trastos muertos, el vídeo muestra a unos niños que juegan al fútbol en una desastrada calle de Paiporta. El fútbol de hoy, ese espurio negociado, se ha emputecido tanto por la codicia que a menudo olvidamos lo que aún tiene de melancolía primaria y pureza. Imagino la niñez de todo lugar y raza y la veo tal cual, como en cada uno de estos niños de Paiporta que juegan al fútbol, driblando y chutando felizmente ajenos a la calamidad. El balón, aunque patatero, es su más preciado tesoro, lo que ha quedado de la furia marrón y viscosa que anegó sus casas. Puestos a pensar, hasta podría ser verdad lo que dijo Juan Villoro de que Dios o su parecido es redondo.
Claro que esta tropilla son hijos de su tiempo (pantallitas, estímulos bajo aislantes caparazones). Y claro que antes de la tragedia estarían buena parte del día absortos en la Play y en todo chirimbolo digital. Pero ahí los vemos ahora, como parte del gran vínculo fraterno, el de toda infancia natural, la que nos hizo creer que éramos inmortales con un balón en los pies y que la vida o lo que fuera aquello iba a discurrir tan parecida a la ingravidez de los astronautas. No fue una estafa. Tan sólo no supimos leer la jugada y el balón se perdió rodando para siempre por la línea de banda.
Abundan ahora los avisos que prohíben jugar al balón en plazas y antipáticos núcleos residenciales. Con un mínimo de respeto horario, hago aquí un llamado a la insumisión. Por eso uno se alegra cuando ve a esos niños jugando al fútbol bajo el maderamen de las Setas o en cualquier espacio de resistencia en la ciudad (y si llevan la camiseta del Sevilla FC, doble gozo). Es la misma alegría íntima que da observar cómo otros niños, de vuelta del cole, se pasan el balón por la remodelada y apacible travesía de la Cruz Roja, como vi hace poco con un deleite de jubilado.
Recuerdo aquel vídeo que mostraba a unos niños del Mosul liberado mientras jugaban con un imaginario balón sobre la papilla de una calle de la posguerra. La pelota era una esfera en el vacío. El ISIS, en pleno régimen de terror, había asesinado a 13 niños porque los pillaron viendo la final de una Copa de Asia entre Iraq y Jordania. Los miserables –que las huríes los aflijan– dejaron los cuerpecillos a la intemperie y no permitieron que sus padres los recogieran como escarmiento. Es como si en Paiporta o por la Cruz Roja de nuestra ciudad hubieran vuelto como reencarnados en la infancia viva. Debe ser que sí, que Dios o su parecido es redondo y el orbe creado un balón de fútbol a pesar de los pesares.
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