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Raúl Cueto
Feliz Vanidad
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La celebración de las Saturnales romanas, el Sol Invictus, el Solsticio de Invierno, así como los nacimientos de San Juan Evangelista, Mitra, Horus, Osiris, Hércules, Adonis, una ingente cantidad de deidades y, por último, Jesucristo... Todo ello tiene lugar alrededor del 25 de diciembre y desde tiempo inmemorial esa fecha viene marcada por un renacer mítico de la humanidad, que renueva sus votos desde la alegría del triunfo sobre la muerte.
Todo es símbolo en nuestras vidas y así ha sido siempre. Nuestras fiestas son herederas directas de tradiciones milenarias de otras civilizaciones de las cuales bebemos sin ser conscientes de ello en la mayor parte de los casos. Esas antiguas costumbres conllevaban una serie de ritos iniciáticos que se han ido perdiendo a medida que el símbolo como fuente de conocimiento ha ido difuminándose en favor del materialismo más agresivo, ególatra e inconsciente.
En la actualidad nos dejamos embriagar por las luces, los villancicos, los reencuentros, el bullicio, los banquetes y los regalos olvidándonos de su significado ancestral y lo atávico de su práctica. Ahora todo se lleva a cabo por inercia, simplemente porque toca, y pocas personas van más allá del folklore y la superficie de sus propias creencias, por firmes que estas sean.
El sentido de trascendencia ha ido menguando con el devenir de la modernidad y con ello el ser humano ha perdido la mayor parte de su capacidad de sorprenderse y emocionarse con aquello donde la razón no alcanza. A menudo se confunde esa sensación con la fe religiosa y en un arrebato de orgullo se reniega de lo que no se entiende y se huye de esa parcela inexplorada de nuestro interior que algunos llaman alma.
Para contrarrestar la profundidad de ese abismo nos cebamos con manjares, libamos licores y claudicamos ante el consumismo de las nuevas posesiones como emblema de una nueva vuelta al astro rey en un ejercicio de vanidad compulsiva. ¿Pero qué sería de nosotros sin todo aquello que nos hace imperfectos? Quizá estemos equivocados y la vanidad no sea un pecado capital, sino justo lo que nos separa paradójicamente de ser dioses, a pesar de creernos más libres que nunca aunque en el fondo seamos cada vez más esclavos de nuestros deseos… Así que alábenla, bendíganla, adórenla, glorifíquenla y, sobre todo, celébrenla porque todo es vanidad, como dijo Salomón; y mientras esta exista seguiremos buscando respuestas y, lo que es mejor, haciéndonos preguntas. Porque más vale ser vanidosos y débiles, conscientes de nuestros defectos, que creernos invencibles y superiores. ¡Feliz vanidad!
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