Confabulario
Manuel Gregorio González
R etrocediendo
Postrimerías
Parece que entre los jóvenes se ha puesto de moda –se ha viralizado, en la jerga de las redes– referirse al Imperio romano para significar la mayor de las predilecciones. ¿Cuál es tu Imperio romano?, se preguntan, como forma de aludir al asunto que más les interesa u obsesiona, tendencia nacida de la sospecha, confirmada en encuesta, de una influencer sueca que se maliciaba que los hombres pensamos a menudo en aquella sociedad remota. Preguntada al respecto, la historiadora Mary Beard, que ha empleado su talento para la divulgación en deshacer o matizar los tópicos sobre la Antigüedad, respondió, con su acostumbrado buen humor, que le parecía divertido, añadiendo que esa supuesta obsesión podría provenir de la consideración de aquel tiempo como un espacio propicio para las “fantasías de la masculinidad”. Un rastreo por fuentes menos autorizadas ofrece los resultados previsibles: sería el hombre “heterobásico” el que no puede quitarse el Imperio romano de la cabeza, o dicho con más propiedad, en los términos empleados por una profesora californiana de Ciencias Políticas, el hombre que responde al “estándar masculino cisgénero blanco”. Sin ánimo de abundar en esta clase de chascarrillos, que para eso tenemos a los Monty Python, llama la atención la poderosa presencia del imaginario de la antigua Roma en un país como Estados Unidos, donde la historia de Europa –o de África y Asia, a las que también se extendió el Imperio– no es precisamente un tema de dominio público. Puede que en esa nación, asociada al dios Marte por Robert Kagan, los bravucones que alardean de apoyar al presidente ahora reelegido compartan con los adolescentes y las profesoras de Ciencias Políticas una visión caricaturesca –claro es que inspirada por el cine– donde sólo aparecen legionarios, gladiadores y fieras, dentro y fuera del circo, pero sin pararnos a consignar los logros heredados se podrían hacer dos apreciaciones. La primera es que la sociedad romana de la era del Imperio fue absolutamente mestiza y de hecho multicultural, como decimos ahora. La segunda, referida no a la historia sino a la propia caricatura, es que la etiqueta hetero ignora una larga tradición de culto homoerótico que durante décadas encontró en el género del péplum un granero de claves para entendidos, con hitos como el ambiguo vínculo –uno de los guionistas, el gran escritor Gore Vidal, logró engañar a Charlton Heston– que unía a Judá Ben-Hur y Messala en el famoso film de William Wyler. Es muy probable que las mujeres no piensen tanto en el Imperio, pero lo cierto es que las fantasías de la masculinidad a las que se refería Beard incluyen las de los devotos de la Venus Urania.
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