Envío
Rafael Sánchez Saus
Luz sobre la pandemia
La lluvia en Sevilla
Tres profetas contemporáneos, tan visionarios como paganos, se me vienen a la frente en estas vísperas de la Magna. Uno, mi vecino Alberto que, junto a su compadre Alfonso, en El mundo es nuestro (2012) ya vieron que las luces de navidad impiden que El Cachorro pase. Fiat lux o, mejor dicho, fiat umbra: acaban de retirar el alumbrado navideño de la calle San Jacinto porque El Cachorro da con las potencias en las potencias. Dos, los augures Pony Bravo, que en su álbum Un gramo de fe (2010) nos describen, como si se tratara de una viñeta de Miguel Brieva, una rave de Dios. Hágase: les ahorro las cifras magnánimas de público semoviente, vehículos, sillas, dispositivo de seguridad, dineros en subvención y horas de apogeo en arterias principales de la ciudad. Tres, el escritor Manuel Moya, que publicó Ni un día más (2023), una distopía en la que la prota llega en AVE a Sevilla y se encuentra con un agujero del espacio-tiempo, entre bélico, milenarista, lisérgico y procesional, del que lucha a toda costa por salir y regresar a su vida anterior. Fiat mihi secundum verbum tuum, don Manuel: no somos pocos quienes nos pertrechamos para confinarnos el 8 de diciembre, o miramos los pálidos mapas de Google buscando una salida, o incluso quienes –se quejan los hoteles– han decidido no venir en el puente para ahorrarse el probable (y paradójico) sindiós. Las salidas extraordinarias y su epítome, la Magna, tienen su puntito de magnicidio, quiero decir, de muerte por éxito. En esta visión crítica confluimos, según puedo leer en la prensa sevillana de estos días, católicas, agnósticos, místicos, folcloristas, ateas y no pocos cofrades, que compartimos el estar adecuadamente romanizados. Sevilla hasta hace poco respetaba los ciclos, y sus símbolos y ritos correspondientes: advientos, saturnales, cuaresmas, kermeses, solsticios... Ahora no. Será cosa del cambio climático.
El totum revolutum del próximo día 8 tiene trazas de Apocalipsis. No porque vaya a pasar nada malo, sino porque el revoltijo escenográfico e iconográfico resulta propio de dicho texto. ¡Me río de la ceremonia inaugural de los Juegos de París, con su jinete del Apocalipsis de Pichardo! Para empezar, los atributos de la Inmaculada están pillados del capítulo 12 de tal libro bíblico. Si a esto le sumamos trompetas, estrellas resplandecientes, ángeles, la tuna, los cristos, siete candeleros, unas langostas y una muchedumbre propia de la gran Babilonia, nos queda un acabose la mar de convincente. (Retranca aparte, nuestra religiosidad popular es un gato fastuoso al que no hay congreso que le ponga el cascabel; del mismo modo que –salvando distancias– aquellos coros y danzas no podían apropiarse del folclor, ni el pueblo –ay, Antonio Machado– cabe contarse, como el ganado, por cabezas. No hay esencia que no escape del simposio que pretenda proclamarla. Menos mal).
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