
Ropa Vieja
Martín Lorenzo Paredes Aparicio
En el tajo
¡Oh, Fabio!
Por una vez, y sin que sirva de precedente, voy a hablar bien de una serie española: La vida breve, comedia escrita por Cristóbal Garrido y Adolfo Valor que narra en clave indie-esperpéntica el fugaz reinado de Luis I de Borbón. Pese a sus inevitables (y buscados) anacronismos, su wokismo en alguna escena sonrojante y sus guiños republicanoides, La vida breve es una serie muy divertida y valiente, que se atreve a adentrarse en un periodo de la Historia de España que es un campo minado y, sobre todo, te arranca alguna carcajada que otra. Es, digamos, una especie de mixtolobo entre una comedia gamberra y una mirada valleinclanesca al interior de una dinastía que se estaba asentando en un reino que, todavía, les era extraño e incomprensible. Hago una floreada reverencia a los papeles realizados por Javier Gutiérrez como el melancólico Felipe V (lo consigue rescatar de lo esperpéntico para darle profundidad dramática) y Leonor Watling, maravillosamente altiva interpretando a esa mujer ambiciosa y manipuladora que fue Isabel de Farnesio.
En general, el siglo XVIII sigue siendo una centuria muy desconocida para los españoles, más allá de cuatro palabras y nombres (Ilustración, Ensenada, Carlos III, Esquilache...). Esta ignorancia se reproduce a escala local. En Sevilla, el setecientos es una época por lo general ignorada, quizás porque fue el siglo maldito en el que perdió la Casa de la Contratación y la ciudad fue degradada a mera capital agraria.
Aun así, el XVIII fue muy importante para Sevilla y merecería una mejor valoración por parte de sus actuales habitantes. Fueron los años de la construcción de edificios como las fábricas de Tabacos y Artillería, la reforma de la Casa de la Moneda o la construcción de un caserío medio que se conserva en parte. También de palacios. Uno de ellos es el del Pumarejo, levantado en 1773 por el conde Pedro Pumarejo y cuya plaza-hall, en la década de los 70 del pasado siglo, se convirtió en el casino principal de yonkis y drogatas de toda laya, lo que la condenó a una marginalidad de la que fue saliendo, aunque no del todo, a partir del Plan Urban de 1995. La restauración de este hermoso palacio, que por fin ha comenzado, ha sorteado todo tipo de meandros, entre ellos los de las especulaciones de alguna empresa hotelera demasiado cuca. Su declaración como monumento en 2003, gracias a la lucha vecinal, fue una batalla ganada de la Sevilla conservacionista. Es día de aleluyas, pues, y de recomendar una parada especial para contemplar su maravilloso escudo de armas, atribuido a Cayetano de Acosta (el de la Fama de la Universidad), uno de los más hermosos blasones que se pueden ver en un reino que rebosa armas por todo su extendido y señorial caserío.
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