La derrota

Vericuetos

Nel mezzo del camin (que diría Dante) ya me flaquean las piernas y, sobre todo, el ánimo. Acercándome al medio siglo de vida los ojos ya no enfocan igual, babeo al dormir, ventoseo más, digiero peor algunos alimentos, soporto menos a la gente y comienzo a notar los primeros signos de cansancio emocional por este mundo en el que vivo. Tras un largo invierno en estado líquido ansío una seca primavera para ver si los rayos de sol me devuelven las ganas de seguir creyendo, creciendo y creando. Y eso parece, sí; pero en cuanto quiero coger el ritmo vuelven la lluvia y el frío a colocarme de nuevo en mi lugar, que no es otro que el silencio y la desgana.

Cada vez hablo menos (¿para qué?); ya no busco el reconocimiento (¿de qué sirve?); no me molesto en dar mi opinión en las conversaciones (¿a quién quiero convencer?); ni siquiera me interesa socializar y mucho menos aguantar a quienes disfrutan de mejores existencias que la mía y se esmeran en recordármelo. Pero tanto ustedes como yo sabemos que todo ello no son más que excusas para el victimismo y el duelo que genera el saberse derrotado.

Cuando uno es joven pretende comerse el mundo, demostrar la valía, reír por todo, presumir… Pero a estas alturas, como comprenderán, desaparecen de la mente esas quimeras y se pasa a un estado de apatía permanente y áurea mediocridad elegida, con pequeños arrebatos transitorios por recuperar el pulso vital que antaño nos movía. Es entonces cuando nos damos cuenta de los achaques propios de la edad, donde la rodilla no responde y donde el ánimo nos frena ante el miedo de hacer el ridículo. Madurar le llaman a este proceso; claudicar lo llamo yo. ¡Y me niego!

Decía Úrsula Kroeber Le Guin que “un adulto creativo es un niño que ha sobrevivido” y no encuentro frase que mejor me identifique que esta. Sentirse derrotado es el primer paso de la muerte y por eso me resisto a caer. Sigo escribiendo, riendo, bromeando, embarcándome en proyectos sin necesidad y buscando nuevos retos que afrontar, dando mis opiniones a mansalva y no dejando entrar en mi mente nada que me envenene, además de babear y ventosear al dormir (como usted; no vaya de refinado, que nos conocemos).

¿Y usted? ¿Sigue confiando en sus posibilidades o se ha sentado a esperar el retiro? ¿Considera que lo mejor está por llegar o que cualquier tiempo pasado fue mejor? Conteste… Vamos, hágalo o calle para siempre, pues no contestar es la derrota. Esa que usted quiere evitar a toda costa, pero que no se atreve a combatir. Porque luchar es difícil cuando no hay fuerzas y cuando resulta más cómodo dar por acabada la función sin haber hecho nada en la vida que nos otorgue la inmortalidad. Quizá por eso se cree en el más allá, de cara a perdonar nuestros fracasos…

Por mi parte me rebelo ante la derrota; no la acepto. Pienso, luego insisto; una y otra vez, sin cuartel. No me gusta el invierno, lo detesto; prefiero mil veces el olor de las flores, la hierba al borde de los caminos, el sol en el rostro, el sudor en la frente y una hoja en blanco donde plasmar quien soy para cuando ya no sea. Porque la derrota es aquello que sucede cuando dejamos de intentar la victoria. Inténtela usted también; merece la pena. Se lo dice un fracasado, que no un derrotado...

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