El cuadro

La rosa amarilla.
La rosa amarilla.

18 de diciembre 2024 - 08:03

Niveo no robó el cuadro. La pintura era tan hermosa, que sería una ignominia privar a los aficionados de la visión de aquella pintura. Cada vez que visitaba la galería en la que estaba expuesto, el dueño de la misma palidecía, pues la reputación del crítico le precedía. La sala llevaba abierta menos de un año. Había costado mucho que se asentara en esta ciudad, y tenía miedo de que alguna mención negativa de la galería, por parte de Niveo, la sepultara en el cementerio de otros proyectos ya olvidados de la ciudad

Cuando el crítico se dirigió al lugar en el que estaba colgado el cuadro, el dueño de la academia se asustó. Sin embargo, Niveo lo tranquilizó guiñándole el ojo, y susurrándole al oído que una obra tan bella debía de permanecer en el sitio en el que estaba para que pudiera ser contemplada por todo el mundo. Aquel o aquella que quisiera hacerse con la obra debería pagar el precio que estaba estipulado. 

La galería de arte estaba en una calle principal de la parte vieja de la ciudad. También era una academia de dibujo y pintura en la que se formaban los futuros pintores de la ciudad. Era como una especie de complemento a la facultad de Bellas Artes. Todo aquel que se iniciaba en este apasionante mundo o ya contaba con el don desde la cuna tenía la obligación de matricularse para así poder progresar en este arte. 

La pintura, junto con la música, es una de las artes más difíciles. Para muchos, el pintor es un mago que juega con la visión que tenemos de la realidad. Es capaz de trasladar a un lienzo en blanco lo que ocurre en cada uno de sus pensamientos, y hacernos ver su realidad para que, también, coincida con la nuestra. O, lo más increíble todavía, transformar la visión que nosotros tenemos de algo, y mudarla a la suya.  

Niveo, desde su primera visita, bendijo esta sala. Sabía que de las enseñanzas de los que la regentaban saldrían unos grandes pintores. Sus métodos, con los que aplicaban el arte figurativo, eran tan diferentes a los tradicionales, que supusieron una auténtica revolución. 

El cuadro era una rosa amarilla que resaltaba sobre un fondo en el que no se podía descifrar su color. Esto era lo que impresionó a Niveo, desde el primer momento. La rosa amarilla del cuadro le recordaba a una leyenda que le contó su abuelo, la que tenía como escenario la casa en la que vivía, su casona familiar. 

La leyenda comenzaba así: El rosal no era de gran tamaño. Sus rosas eran amarillas. La planta ocupaba una maceta ubicada en el suelo de un balcón decimonónico de un edificio solariego asentado al borde de una plaza. 

La historia del rosal conmovía las almas de los pocos que la habían escuchado. Aquel o aquella que arrancara una de las rosas liberaría el espíritu, el ánima de los que fueron ejecutados en las mazmorras de una antigua prisión. La cripta de la iglesia del convento de la Coronada ocultaba en la oscuridad los cuerpos y las almas de cincuenta ajusticiados. 

El rosal, todas las primaveras, crecía a la vera del sol, cuando estaba en lo más alto. Las rosas nacían dispuestas para ser cortadas por algún elegido que cruzara la puerta de la prisión. El inmueble de la Coronada había sido destruido. Su portada se había salvado de la piqueta gracias a la intervención de un mecenas desconocido. La luz hablaba, el fuego crepitaba, la madrugada escondía sus sonidos. Solo se percibía el silencio. Su lenguaje era la voz de los callados. 

Pero era necesario romper la quietud de la noche. Las rosas pronto caerían y había que cortarlas antes, pues de ello dependía la liberación de las almas de los cautivos (o de algunos) que llevaban siglos en lo hondo de una cueva cavada por los canteros: la piedra siempre es hermosa, cuando la materia prima es ella misma. 

La emblemática casa estaba semivacía. Sus escaleras eran el fiel reflejo de una bella decadencia. El patio porticado y había una fuente en el centro que antes se surtía del raudal que pasaba justo debajo, en el subsuelo, antes de canalizarlo por unas tuberías, aunque las minas aún se mantenían en un óptimo estado, formando un laberinto que solo unos pocos entendían. 

Un único ser la habitaba, un varón. Parecía anclado en las primeras décadas del Siglo XX. Sus modales y sus ropajes así lo manifestaban. De figura esbelta, tenía una cara pálida y las manos siempre frías. Era pues el único heredero vivo. Sus ascendientes fueron los carceleros de la prisión. Había heredado la obligación, o la maldición, de no dejar morir el rosal. Las flores debían ser arrancadas antes de la llegada del invierno. La excentricidad del mandato minaba su ánimo y comportamiento, pero debía seguir. Había jurado, había consagrado su vida a liberar a los cautivos de la piedra. Entre los habitantes del barrio buscaba con ahínco candidatos que se atrevieran a penetrar en la cripta. 

Cuando la última rosa fuera cortada por una persona distinta a él, podría descansar eternamente y ascender al cielo. El secreto de estas terribles muertes también sería desvelado. La maldición duraba ya mucho tiempo. Algunas primaveras fueron vanas. Nadie consiguió entrar a la cripta. El convento había sido destruido. Era pues necesario que la piedra se apareciera y para tal fin el candidato o postulante debía de ser alguien digno. Las rosas nacían sin que nadie las cortara. Llegaba el invierno y las últimas almas esperaban en vano. Deseaban pronto alcanzar esa eternidad que se les negaba. 

Pero el ciclo volvía y volvía. Las rosas nacían, algunas eran arrancadas y otras no. El carcelero desesperado rezaba al creador pidiendo ser liberado de tanta angustia y sufrimiento. Oraba para que el rosal se secara.  

Cuando la última rosa fuera cortada por una persona distinta a él, podría descansar eternamente y ascender al cielo. El secreto de estas terribles muertes también sería desvelado. La maldición duraba ya mucho tiempo. Algunas primaveras fueron vanas. Nadie consiguió entrar a la cripta. El convento había sido destruido. Era pues necesario que la piedra se apareciera y para tal fin el candidato o postulante debía de ser alguien digno. Las rosas nacían sin que nadie las cortara. Llegaba el invierno y las últimas almas esperaban en vano. Deseaban pronto alcanzar esa eternidad que se les negaba. 

Pero el ciclo volvía y volvía. Las rosas nacían, algunas eran arrancadas y otras no. El carcelero desesperado rezaba al creador pidiendo ser liberado de tanta angustia y sufrimiento. Oraba para que el rosal se secara. 

Una joven conocía la increíble historia y también sabía del miedo atroz que producía el palacio, a pesar de la belleza de su piedra. Por qué no ser una de las elegidas y poder arrancar una, varias o todas. El carcelero maduraba el plan con el que atraer a alguien a la causa. A veces los pensamientos de dos seres coinciden en las esquinas de sus cerebros y la misma idea los lleva al proyecto común que tienen y no saben que es el mismo. Desconocen que una fuerza invisible los conduce al inicio del circuito en el que se va a desarrollar el juego, la historia que va a cambiar sus vidas y quizás la de otros, víctimas colaterales y, en la mayoría, de los casos necesarias y así el plan quizá tenga un buen final. Sonó la aldaba del portón mientras la lluvia comenzaba a cubrir el mármol casi catedralicio de la plaza (las ágoras de la ciudad conservaban un suelo muy especial, un corazón blanco y rojo). Las golondrinas volaban anunciando la noticia, solo sentida por unos pocos, aquellos que ya fueron capaces de arrancar la tristeza de las rosas amarillas. La joven llamó a la puerta. Entró. La hermosura enclaustrada del atrio se magnificaba con los colores del arcoíris.

En una penumbra, el carcelero vigilaba la entrada de Julia. Al ver a la joven cómo subía las escaleras sintió que pronto, quizá, la espera llegaría a su fin. La lluvia seguía empapando el suelo del patio y al caer creaba una melodía: la que siempre se escuchan en los días de primavera. Julia se sabía observada, pero seguía profundamente inmersa en su ascensión. El balcón esperaba a ser asaltado. La joven estaba a punto de llegar. Mientras, el vigía, que aguardaba en su escondite, no consideraba la propuesta de salir y alertar la tranquilidad de Julia: sabía nuestro guardián que ella era la última elegida. Julia arrancó las tres únicas rosas nacidas esta primavera y el rosal, en lo que dura un instante, se convirtió en cenizas, y la maceta se desvaneció entre la lluvia.

La plaza se transformó súbitamente. El convento de la Coronada apareció en su primigenia forma. Las rejas incrustadas en el lienzo de piedra brillaban. En la plaza una gran hoguera casi extinguida ocupaba casi todo su perímetro: el auto de fe había llegado a su fin. El lugar estaba vacío y silencioso. Solo la voz de las llamas se oía levemente. 

La puerta principal del convento, situada en la fachada sur, se abrió y la joven penetró en su interior. En sus manos llevaba las tres rosas. Guiada por una energía superior, encontró la cripta: todos los nichos estaban vacíos, excepto tres

Las lápidas que cubrían los sepulcros descubrían el nombre de tres mujeres jóvenes. En las inscripciones se podía leer que, no habiéndose arrepentido de sus actos, fueron quemadas por brujas. 

Julia abrió los nichos y en cada uno depositó una rosa. El espíritu de las tres mujeres ascendió difuminado y rápido atravesando la piedra del convento. Acaba de liberar a las tres últimas ejecutadas por brujería en esta ciudad en la que el miedo y el rechazo al diferente provocó tantas injusticias y muertes. 

El convento de la Coronada volvió a desaparecer. Ya nunca más se vería. La plaza volvió a su estado actual. En el centro, Julia, con sus ojos marrones, desvió su mirada hacia el balcón del edificio. El guardián tenía en sus manos la última rosa, la suya que desde centurias venía esperando que las demás fueran arrancadas. Miró a Julia, a la vez que besaba la rosa, y desapareció.

 La leyenda le fascinaba tanto que, realmente, pensaba que podía ser verdad. 

Y, ¿por qué no? Se preguntaba. Quizá había que buscar alguna conexión para hacerla posible. Y retroceder a esa época en la que tanto daño se hizo a aquellas personas que pensaban de manera distinta. Y salvar a esas tres mujeres de tan oscuro destino. 

Se acercó al dueño de la galería y le preguntó el modo de contactar con el pintor de la rosa amarilla. Esta noche, mientras sonaba la quinta de Tchaikovky, se propuso dejar la cocaína para otra ocasión. Quería ver si la timba en la que participaba algunas noches era fruto de su adicción, un engaño de su mente. O de verdad, las partidas se celebraban. Y si, realmente, vivía en una casa encantada, como siempre le había dicho su abuelo. 

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