
Envío
Rafael Sánchez Saus
Torre Pacheco y otras miserias
¡Oh, Fabio!
El Corral del Conde, en la calle Santiago, fue uno de los primeros ejemplos de gentrificación (aunque entonces no la llamábamos así) de Sevilla. Uno de los pocos patios de vecinos que lograron sobrevivir a la piqueta de derribos Pavón, el buque insignia de los zapadores del desarrollismo. Es casi un milagro que aún siga en pie este espacio que se remonta a la Sevilla Islámica y que en el siglo XVIII ya adquirió ese aspecto pintoresco que lo hace tan irresistiblemente becqueriano a los ojos de propios y extraños, como un cuadro de García Ramos. Sin embargo, para sobrevivir, el Corral del Conde tuvo que vender su alma, hacer un pacto fáustico con el mismísimo diablo: dejaría de ser una solución habitacional de pobres, aunque sabiamente romantizada, para convertirse en apartamentos monísimos para jóvenes profesionales emancipados.
Bien es conocida la historia de cómo los patios de vecinos de Sevilla fueron desapareciendo en una gran operación especulativa que suponía el desplazamiento de sus antiguas poblaciones a las barriadas que se estaban construyendo en la periferia. No hay que idealizar el pasado. Aunque hubo vecinos que sintieron cierta nostalgia por el abandono de vidas comunitarias ancestrales, la gran mayoría vio como un gran avance tener pisos modernos con cocina y cuarto de baño propios, aunque fuesen de baja calidad y en lugares alejados y desarraigados (hoy, ironías de la historia, es en estas barriadas donde se refugia la ciudad arraigada frente a la ciudad flotante). Pero es imposible también –aunque eso sea ponerse las lentes del viajero romántico– no ver algo de pérdida en el final de aquellos espacios invadidos permanentemente por el olor del puchero, las voces de las mujeres en el lavadero –bien al cante o bien a la gresca– y los ronquidos de los hombres en el momento de la siesta (también algún niño disfrazado de romano paseando su autoridad imperial por el empedrado). Tanta azúcar tópica se acabó y el Corral del Conde se gentrificó para seguir con vida, pero sin su alma de daguerrotipo. Y ahora, según nos contó Juan Parejo el otro día en estas páginas, le ha tocado el momento de la turistificación, una vuelta de tuerca en el pacto fáustico del Corral del Conde. Los guiris, como la Policía, no son tontos, y se han terminado fijado en este bonito oasis en el centro de Sevilla. Como en su día lo hicieron los yuppies de los ochenta y noventa. Poco se puede objetar.
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