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Carlos Colón
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Desde mi terraza veo el patio del colegio de enfrente. Por las mañanas llegan los niños en autocares y microbuses, todos los días a las nueve. Al poco rato están por el patio revisando y cuidando un pequeño huerto, dividido en parterres con distintos cultivos, que va creciendo poco a poco. Después, a media mañana, con el usual tibio sol que baña el campito de deportes del recinto, ves un grupo sentado en círculo en medio de la cancha, otro jugando al fútbol en el albero con dos viejas porterías de balonmano, o simplemente paseando, algunos de dos en dos, contándose sabe Dios qué confidencias.
En determinados días, los profesores los organizan en torno a la música, los oyes reír, destilan alegría y vida, con sus sonrisas, con sus gritos y canciones. Hay algo en ellos que te levanta la ternura y la alegría de vivir. En la dedicación de sus profesores y monitores, una vocación dedicada a estos niños que disfrutan de un entorno afectuoso y alegre. Los árboles del patio, el césped que circunda la pista deportiva, el edificio de las clases, con su porche porticado donde se refugian a la hora del recreo los escasos días de lluvia.
Hace unos años este colegio era un Instituto de Bachillerato, ahora es el Centro de Educación Especial Virgen de la Esperanza. Y su nombre hace honor a esa esperanza que estos centros proporcionan a estos niños tan especiales. Especiales en su alegría, en sus ganas de vivir, en las risas que llenan las mañanas del barrio de algo tan especial.
No sé si cuando estas palabras vean la luz de la imprenta, se estarán ya resolviendo las desgracias que está padeciendo el pueblo español en Valencia, espero que sí. Recuerdo un artículo reciente de mi admirado vecino en estas páginas y dilecto amigo, Rafael Sánchez Saus, parafraseando el poema de Rafael Alberti, ¿qué escriben los “columnistas andaluces de ahora”? Y tiene parte de razón, quizás todos los que gozamos de la oportunidad de tener un altavoz en las páginas de un diario, deberíamos ocuparnos de temas trascendentes, importantes para la sociedad, pero tal vez los periódicos serían una monotonía de personas escribiendo sobre lo mismo, cada uno desde su punto de vista personal. Así que yo no voy a hablar de la tragedia de Valencia directamente. Toda persona de bien debe de estar triste por lo sucedido e indignado por la incompetencia en la resolución de las necesidades de la gente.
Yo quiero hablar hoy de esos niños que, debajo de las ventanas de mi casa, en el colegio de enfrente, iluminan con su vitalidad y alegría la monotonía de los días iguales. Ninguno de ellos tienen la mirada perdida en una pantalla de móvil, como me cuentan amigos profesores que pasa ahora en las aulas universitarias, facultades que se han convertido en una prolongación del colegio y del instituto, en el peor sentido de infantilismo de los que allí calientan los pupitres, y ya sé que no todos los jóvenes son iguales.
Me quedo con los árboles del parquecito vecino del colegio, antes estaba dentro de este y ahora sirve de cagadero de perros que corretean sueltos por allí. Me quedo con el huerto que da vida y color al patio, con los juegos y deportes de los niños, con sus carreras y risas por el campo de deportes, con sus ganas de vivir.
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