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Ildefonso Ruiz
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El de la vivienda no es uno de los así enunciados Derechos Fundamentales de la Constitución. Pero el derecho a la vivienda encaja en varios de ellos de manera natural. Su artículo 15 establece que “todos tienen derecho a la integridad moral”, a no ser sometidos a tratos degradantes: carecer de un hogar digno es degradante. El artículo 18 garantiza la “intimidad familiar y personal”: nadie que conviva con desconocidos por necesidad goza de intimidad. Una ley de 2023 proclama que la vivienda “constituye un pilar central del bienestar social en cuanto lugar de desarrollo de la vida privada y familiar, y centro de de todas las políticas urbanas”. La realidad es que del derecho al hecho va un gran trecho, uno cada vez más largo y tortuoso para quienes por edad o trabajo necesitan un techo asequible, al que no pueden aspirar haciendo un uso racional de sus ingresos.
Hace unos días, la gente hizo verdadera política al echarse a la calle a reclamar la posibilidad de vivir en unos metros cuadrados sin cronificar su precariedad o sin prescindir del inalienable placer de la privacidad. En la manifestación había todo tipo de perfiles: entre aquellos a los que acercaron el micrófono había quienes exigían regular los precios del alquiler severamente, o jóvenes cualificadas a las que no les alcanza el sueldo para tener un sofá privativo donde tirarse al volver del hospital o la oficina; un señor de más de sesenta que no veía otra que “heredar” para tener su propia casa.
El de la vivienda es un mercado en el que los ahorros de muchos españoles se invierten para obtener una renta. Entre otros factores, la dorada ancla de nuestro PIB según el dicho popular, el turismo, genera una inflación inasumible para demasiados. La onda expansiva del encarecimiento que causa el derecho a rentabilizar tus ahorros con camas calientes para transeúntes se extiende a zonas donde no se vende una casa, como sucede en muchos pueblos: la inflación, como el agua, busca su salida; afecta a justos y a pecadores.
Mientras, la política se entrega con ímpetu al teatro, a sus trincheras y a sus peleas de perros. Cortesanos orbitando, preocupados por escándalos pasajeros que ellos mismos generan. De espaldas a las prescripciones de las leyes, que son sus obligaciones. Como la de dedicar tiempo a este grave asunto, dándose la mano en un pacto por la vivienda. Pero están ajenos a las esenciales aspiraciones de la gente corriente; roja, negra, azul o parda, joven y menos joven, que asiste a una ceremonia partitocrática que hace de sus cabildeos problemas, y de los problemas... poco o nada.
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