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Ildefonso Ruiz
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Ropa Vieja
Ya ha amanecido. La turba que antes lo condenó, arrepentida, acompaña su belleza por las calles viejas de un Jaén en el que, sin apenas darnos cuenta, las tradiciones se pierden y arrinconan en el baúl de la memoria. La plaza de San Juan se convierte en su monte Calvario. Antes, al cobijo de la piedra del Arco de San Lorenzo, alguien alivió su castigo con una voz profunda. La saeta se escucha en Santiago y la procesión camina lenta.
Todavía sus ojos miran la culpa de la muchedumbre. A su lado, dos hombres son testigos de las palabras más hermosas de la historia: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.
Uno de los ladrones lo desafía, lo apremia a que se libere del tormento. La corona de espinas la piel tensa. La sangre acaricia sus mejillas. Jesús lo mira con ternura. Entiende su desesperanza y lo compadece. Sin embargo, no todo está perdido. El ladrón bueno ruega subir con Él a la vida de los cielos. Entiende el Hijo de Dios que su sacrificio ha merecido la pena. En su cruz, se acuerda cuando, en los días anteriores, a lomos de un pollino era aclamado. Las ramas de olivo se tornan en clavos, que sus pies y manos desangran. Pronto, la lanza atravesará su costado. Pide un poco de agua. Cielo negro. La escarcha cubre de pena la plaza. San Juan llora. El apóstol amado es el único de los suyos que aguanta semejante afrenta. “Cuida de ella, hermano mío. A partir de ahora, es madre tuya y mía”.
Ruge la tierra y el cielo arroja sus centellas. La noche una luz muestra. Es la cara de Jesús serena y tierna.
Por la Ropa Vieja, el gentío con sus gritos al pueblo alerta: “Han matado al Hijo de Dios por culpa nuestra”
A mi amigo Joaquín, coloretes, por su bondad.
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