La batalla de los bares

Alto y claro

25 de marzo 2025 - 03:09

La crónica de Sevilla en los últimos años, quizás ya más de una década, es la del relato de cómo los aborígenes han ido perdiendo posiciones en el centro de la ciudad para dejarlo en manos del turismo. No es ni, mucho menos, un fenómeno sevillano. Tiene réplicas en montones de ciudades con una riqueza patrimonial mucho más escasa que la nuestra. Pero en Sevilla se nota con intensidad muy marcada porque pocos cascos históricos han sido vividos con tanta intensidad por sus ciudadanos. La ola turística que nos invade ha supuesto el abandono masivo de viviendas habitadas por familias, sustituidos por pisos para viajeros que arrastran trolleys y que buscan afanosamente llaves en cajetines colocados en cualquier sitio. O el cierre de comercios de toda la vida reconvertidos en franquicias impersonales, hasta el punto de que en la mayor parte de las calles de la ciudad histórica han caído todas las tiendas que le daban personalidad. Son batallas perdidas, Sevilla ha salido derrotada de ambas. Den por seguro que al centro ni volverán los vecinos ni reabrirán droguerías, mercerías o librerías.

Y los bares. Sevilla es una ciudad volcada en la calle que siempre ha tenido en los bares el ámbito idóneo de relación social. Ello ha sido así por una razón que a poca gente se le escapa: al sevillano le gusta poco abrir su casa a visitantes, pero disfruta más que nadie del contacto con los amigos. Y si es de pie y apoyado en una barra, tanto mejor porque la conversación no se eterniza y además se puede cambiar de local. Sevilla presumía de tener los mejores bares de España y de ser la creadora de la cultura de la tapa. Algo, o mucho, de eso había. El turismo, que tal y como está planteado, tiene una capacidad de arrasamiento ilimitada, puso en los bares uno de los primeros objetivos de ofensiva. Muchos se transformaron para echar al sevillano y convertirse en expendedores de paellas liofilizadas y sangrías de origen dudoso y otros, como El Rinconcillo, simplemente dejaron de existir para los sevillanos, que han renunciado a competir por un trozo de barra con clientes que se colocan en cola dos horas antes de la apertura.

Pero no todo está perdido. Sigue habiendo bares donde el cliente local gana por goleada y no hay riesgo de perder la primacía. Ahí tienen a Monolo Cateca, que, atrincherado tras decenas de botellas de los mejores jereces, ejerce con la mirada un implacable derecho de admisión. O a Emilio Vara, dando lecciones de buen gusto y sevillanía exquisita en la barra de Casa Moreno, escondida tras una tienda de ultramarinos de las que ya no quedan.

Y, ojo, porque en otros bares históricos se produce una situación curiosa donde no se sabe muy bien si dominan locales o foráneos. Es el caso de la Bodega Morales, en la que Reyes Morales, que celebra este año el 175 aniversario de un negocio emblemático, ha tenido la enorme habilidad de lograr que se sientan cómodos entre sus muros tanto los de toda la vida como los que buscan el selfi ante sus bocoyes centenarios. Una rara habilidad que conviene apoyar dejándose caer por allí. Aunque solo sea para que Sevilla no se pierda todavía más.

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