Devolver al remitente
Ildefonso Ruiz
¿A qué esperas, Alberto?
Vericuetos
Hay personas que son hogares; miradas que suponen un refugio y ausencias como derrumbes. Noches sin techo ni lecho, mañanas sin celos ni anhelos... Existen vidas sin arte, mesas sin copa, sábanas por deshacer. Y, sobre todo, paseos solitarios y canciones tristes en busca de esas personas que, al llegar a ellas, nos hagan sentir en casa.
Nada tan certero como el eterno retorno a la seguridad de unos brazos abiertos, de un afecto sin condiciones, de una pasión sin reglas. Nada tan importante como el amor propio que genera el amor ajeno. Nada tan vital como tener cuatro paredes donde huir del mundanal ruido. Nada tan básico como una vivienda.
Quien encuentra a esa persona nada teme porque juntos son dueños del suelo que pisan, sea el que sea. Y ya pueden asentarse en un lugar o hacerse nómadas, tener posesiones o carecer de ellas, que se otorgarán mutuamente toda la dignidad que necesita un ser humano. Pocos son los elegidos por esa dicha y esta excepción confirma la regla que rige la existencia de la inmensa mayoría de la sociedad: hay personas que son hogares; la mayoría, en cambio, se limitan a convivir. Por eso la vivienda es un derecho, con tal de paliar esa carencia de carne que arrope el alma.
En este mundo donde todo es tan volátil la vivienda se ha convertido en un lujo inalcanzable y una quimera en lo precario del día a día. Lejos del ámbito privado que concede la llave echada se comparten habitaciones como quien prostituye su intimidad, habitando en albergues de la subsistencia, pasando por la vida como Erasmus a los 60 o como polizontes en camarotes sin vistas, sin haber alcanzado jamás la dignidad de contar con unas escrituras y apretarse el cilicio que supone una hipoteca. Vivir en tránsito, sin echar raíces en nada ni nadie, como piezas desechables del sistema.
La vivienda es un derecho para la ciudadanía, sí; pero olvidamos que sobre todo es un deber para el Estado. En pocos años hemos pasado de la propiedad al alquiler; del alquiler a compartir; de compartir a ocupar... Resulta duro mirar a tus hijos y ver en ellos solo a futuros inquilinos; porque en cada transición y desahucio hemos ido perdiendo parcelas de independencia, moviéndonos sutilmente los hitos que cercaban nuestro terreno personal. Mientras tanto, el Estado se ha limitado a mirar hacia otro lado, permitiendo la especulación inmobiliaria, los excesos turísticos y la movilidad laboral como partes consustanciales al progreso económico. Todo ello vaciando territorios y sacrificando cuanto de humano hay en un hogar. Algún día, más pronto que tarde, lamentaremos como mendigos lo que una vez fuimos y no volveremos a ser: dueños de nuestro futuro.
También te puede interesar
Devolver al remitente
Ildefonso Ruiz
¿A qué esperas, Alberto?
Vericuetos
Raúl Cueto
Solferino
Por montera
Mariló Montero
Mi buena vecina
El balcón
Ignacio Martínez
Motos, se pica
Lo último