Ropa Vieja
Martín Lorenzo Paredes Aparicio
Salvemos San Eufrasio
Hoy el auténtico peligro social es la mediocridad. Nadie habla de ello porque la gente mediocre sabe cómo ocultar el tema, cómo apaciguar su debate, cómo evitar su reflexión. Ahí está su gran victoria, mientras que los que luchan encarnizadamente contra este virus se agotan casi siempre por impotencia, por lo que cansa la injusticia, por hartazgo.
Los mediocres ganan porque lo tienen todo perdido, porque saben engañar, viven de las apariencias y se mueven como nadie en los grises, su auténtica escala de color. Saben escabullirse cuando es necesario, cuando brilla la luz, y aparecen de la nada al atisbarse la oscuridad. Son los reyes de los eclipses, y ahí aprovechan para apoltronarse aprendiendo de los camaleones. Si hay problemas, escurren el bulto hasta con arte, como los buenos trileros, porque no es fácil hacerlo sin que los demás se den cuenta, y en el follón salen airosos gracias a una acomodada cuerda de seguridad en plenas arenas movedizas. Se van antes de tiempo si tienen que dar explicaciones, puesto que como buenas veletas saben continuamente hacia dónde sopla el viento, y eso no es fácil, pero tienen tiempo para ello.
En su particular Operación Triunfo, venden como éxito y con ínfulas los desafines (los suyos y los de su casta), como algo original y auténtico, y lo instalan como señas de identidad de la casa, de su cortijo okupado, expulsando a quienes quieren mejorar, exiliando a los que creen no ya sólo en un futuro mejor, sino también en un presente con posibilidades. Pero como auténticos maestros de la treta, los grises enarbolan la bandera de la meritocracia cuando ellos ascendieron por casualidades y contactos, y claro, así nos va.
Los mediocres viven continuamente en la línea de fuera de juego, acomodados en un mundo sin VAR en el que hacen daño, mucho daño, y a veces no lo saben porque en realidad están a otras cosas, pendientes de su yo y sus ‘alter ego’, recibiendo visitas para actualizar los cuchicheos, poniendo notitas insulsas como obras maestras de su quehacer diario y dictando para que otros escriban sus cosas, porque, aunque saben hacerlo, no ejercen tareas terrenales. Los mediocres son unos miserables, bastardos inhumanos que violan el progreso, que atentan contra él y contra los que luchan por él, que riegan de desazón y desasosiego cada nuevo día, que se conforman con lo mínimo y con nada, y que, como diría Quintero, se aprovechan de lo superficial, de lo frívolo y lo primario, para que los suyos puedan entenderlo.
Parece que, siguiendo a Juarma, al final siempre ganan los monstruos, pero quiero resistirme a ello. Quiero insuflar ánimos en los que creen, en los que tienen ilusiones, en los que abren ventanas para renovar y purificar el aire, en los que ponen más sillas para nuevas gentes. Quiero reconocer a los que sufren porque, pese a todo, trabajan por una vida mejor, en silencio y sin buscar premios; a los que salen a la calle con un corazón a la escucha y a los que buscan hacer lo mejor porque saben que es imposible. O casi imposible. Con ellos estamos y estaremos, por si acaso. Aquí nos tienen, que no lo olviden.
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